Wilson Sandoval

Parte III: Deliberación y participación para una América Latina inclusiva

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Hasta ahora ha sido posible plantear la relación de la libertad con la pobreza y presentar un escenario de la situación de esta en la región, del cual da por sentado que no es posible alcanzar la libertad, una buena vida humana para una parte importante de la población, los cuales, a larga, “han sido dejados atrás” ante el obstáculo de la pobreza. Sin embargo, surge una interrogante: ¿Cuál es la relación que el alcance de dicha libertad supone con un modelo más inclusivo?

Para responder a esta pregunta, se debe primero identificar la relación que existe entre la posibilidad de alcanzar la libertad de las personas y el ámbito de las políticas públicas. A partir de la identificación de un grupo de funciones que resulten importantes especialmente en la vida humana, se podrá a partir de las mismas preguntar qué es lo que las instituciones sociales y políticas están llevando a cabo en relación a estas, con miras obviamente a su cumplimiento (Nussbaum, 1992).  De dicha lógica se desprende que existe una responsabilidad del sistema político ante la situación de ausencia de libertad debido a la pobreza. Al mismo tiempo, Nussbaum (1992) sostiene que las capacidades deberían constituirse como prioridades de la comunidad política y también del legislador. Alkire (2013), por su parte, sugiere también la existencia de un papel de las instituciones estatales para el ofrecimiento de oportunidades equitativas a la población.

En consideración de lo anterior, lo que se esperaría como una respuesta desde el sistema y el Estado mismo son políticas públicas que aborden la pobreza. Para realizar el abordaje de las políticas públicas, es necesario presentar algunas definiciones de estas. Así, por ejemplo, se tiene que son: “Las acciones que nacen del contexto social, pero que pasan por la esfera estatal como una decisión de intervención pública en una realidad social, ya sea para hacer inversiones o para una mera regulación administrativa. Se entiende por políticas públicas el resultado de la dinámica del juego de fuerzas que se establece en el ámbito de las relaciones de poder, relaciones esas constituidas por los grupos económicos y políticos, clases sociales y demás organizaciones de la sociedad civil” (Boneti, 2017: 13). 

Otra forma de comprender las políticas públicas es partir de la siguiente definición: “Un conjunto conformado por uno o varios objetivos colectivos considerados necesarios o deseables y por medios y acciones que son tratados, por lo menos parcialmente, por una institución u organización gubernamental con la finalidad de orientar el comportamiento de actores individuales, o colectivos para modificar una situación percibida como insatisfactoria o problemática.” (Roth, 2009: 27). En las definiciones anteriores, puede identificarse un común denominador, el cual es la participación del Estado, al menos de forma parcial y es de dicha participación, que han de derivar un conjunto de acciones estatales, que tendrán como resultado la dirección de acciones de intervención en la realidad social con el fin de transformarla en el futuro, más no de manera espontánea. Ahora bien, hasta acá puede considerarse como una premisa teórica que las políticas públicas conllevan una intervención estatal para transformar realidades, como para el caso, sería la pobreza, siendo un factor determinante para el alcance de la una buena vida humana.

Pero también surge una nueva pregunta: ¿Por qué el Estado debe hacerse cargo de un problema como la pobreza? Por una parte, se plantea que el Estado debe abordar la pobreza como un problema público o de su competencia teniendo en cuenta el enfoque de derecho, que actúa como un asidero legal conteniendo una serie de los derechos humanos que dan lugar a las acciones estatales en las políticas públicas, al menos a nivel teórico. En ese sentido se afirma: “Política pública, inclusión y derechos conforman una tríada muchas veces aludida desde todos los ámbitos de la gestión política. Sin embargo, obviamente, la forma en que se objetive esa relación supondrá en cada caso una forma distinta no sólo de entender a la cosa pública sino de garantizar (o no) derechos a los ciudadanos” (Busetti, 2013: 50).

La garantía de respeto de los derechos a los ciudadanos y su desarrollo por parte del Estado puede verse consagrada por ejemplo en los tratados internacionales que protegen los derechos humanos, como es el caso de los derechos Económicos, Sociales y Culturales. Es bajo el enfoque de derecho que existe un cierto consenso general desde el cual, las políticas públicas pretenden desarrollar los derechos que estipulan diferentes instrumentos, como lo es para el caso, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales que abarca una serie de derechos en diferentes áreas: laborales, seguridad social, protección de familia y niñez, nivel de vida adecuado incluyendo la mejora continua de las condiciones de existencia (alimentación adecuada, vivienda, vestido, agua), salud, educación y participación en la vida cultural, el cual ha sido suscrito por la mayoría de los Estados de la región (Yamin, 2006).

El Pacto en cuestión, de lo medular del Artículo 2 se desprende la obligación de los Estados de adoptar medidas, para lograr progresivamente la efectividad de los derechos reconocidos en las distintas áreas antes mencionadas (ONU, 1966). Lo importante de lo predicho, es el insoslayable principio de progresividad mediante el cual los Estados se encuentran obligados a poner en marcha políticas públicas que mejoren progresivamente la efectividad y alcance de los derechos que se enmarcan en el Pacto. Otro aspecto importante es en lo referente a la utilización del máximo de los recursos disponibles para garantizar los derechos, lo que deviene una “guía de acción” para las políticas públicas en virtud de que estas constituyen una decisión de asignación de recursos por parte de un Estado para hacer efectivos los derechos. Es también relevante hacer mención de que, al hablar de los derechos configurados en el Pacto, estos no son meros principios, sino que se entienden como obligaciones jurídicas de los Estados con fuerza coactiva incorporadas en el derecho interno (Busetti, 2013).

Por otra parte, el elemento que refuerza la idea de que la pobreza es un problema que debe tratarse desde el Estado es la relevancia del espacio público. Atendiendo esta cuestión como el lugar que encierra en sí mismo cuales problemas deberían tratarse públicamente, dicho de otra forma, que es y que no es un problema que deba ser objeto de atención y responsabilidad de una colectividad. En ese sentido, se tiene que en el espacio público convergen posiciones, en las cuales por una parte de manifiesta que un determinado problema como la política económica deben quedar excluidos de las decisiones democráticas, como se puede dar en las elecciones mediante las cuales incidir en la administración y, por otra parte, una posición contraria la cual pregona brindar acceso a todos aquellos que conforman la comunidad. Así Uribe (2006), partiendo de la segunda posición, consideran que lo que ha de convertirse en un problema a tratarse públicamente es aquel que tiene su asidero en la opinión pública, donde se plantea lo que ha de ser de interés general mediante la opinión y es transmitido mediante diversos medios de comunicación, siendo así que la opinión pública se transforma en un ejercicio de la dominación pública del Estado (del poder del Estado en concreto) a fin de que este se subordine a la ciudadanía mediante la receptividad que el Estado aplica.