

Óscar Picardo
Degradación, estética y colonización del deseo…
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La postmodernidad fue una trampa, simplemente se fue desarrollando una forma sutil y eficaz de dominación. Los autoritarismos del pasado les heredaron a los contemporáneos nuevas formas de opresión basados en el consumismo y en la transformación digital, más allá de los vaivenes económicos. Se trata de una maquinaria profundamente silenciosa e ideológica.
Este nuevo sistema, en el que estamos inmersos, ha transformado las emociones más íntimas del ser humano. En el actual sistema de poder somos mercancía, un dato, un código QR. Y este modelo no se impone de forma violenta ni a través de la censura directa. No hay necesidad de prohibir cuando se puede saturar; no hace falta silenciar cuando se puede distraer. Lo que está sucediendo es la “colonización del deseo” (Pier Paolo Pasolini 1922-1975). ¿Qué significa esto?: El consumo se convierte en un acto aparentemente libre pero dirigido. El deseo como agente activo del imaginario es una especie de constructo que desestabiliza y el inconsciente se vuelve un asunto de política.
Le gente ya no responde a una necesidad específica, sino que es envuelta y llevada por tendencias y cosas que no necesitan, pero creen que son indispensables. Es una nueva acepción de libertad, basada en comprar marcas o productos, imitar personalidades estelares y se despliega sobre una peligrosa “sobre-representación de expectativas”, creando estilos de vida prefabricados e imaginativos.
El nuevo orden consumista va ejerciendo un disciplinamiento social, mediante videos, fotos, híper textos digitales; seduce, creando narrativas, adueñándose del lenguaje y del imaginario colectivo, crea ilusiones y espejismos. Se adueña de los símbolos, impacta en las modas e ideales de belleza, marca una pauta del nuevo bien-ser y bien-estar. Fabrica moldes para los sueños de éxito personal.
La gente no se cuestiona ni se resiste ante el modelo, más bien buscan pertenecer a él. Se desea más y ese deseo está diseñado. No nace del interior sino desde un implante externo, como una programación invisible que moldea comportamientos.
En la teoría psicoanalítica de Freud, el deseo es una fuerza motivacional fundamental, impulsada por las pulsiones que busca satisfacerse a través de diferentes mecanismos. El deseo es considerado un motor de la actividad psíquica, especialmente en el inconsciente, donde se manifiesta en forma de deseos reprimidos, sueños y otras expresiones simbólicas. Pero este deseo del que hablamos es implantado, ajeno y superficial.
El cambio que experimentamos, sobre todo con el auge de las redes sociales, no es un simple cambio de costumbres o de estilo de vida. Estamos en medio de una transformación antropológica; los niños (as) ya no juegan con otros niños (as), no dibujan, no socializan, no recortan, no garabatean; pasan pegados a las pantallas y esto impacta en sus redes neuronales.
En el pasado las estructuras del pensamiento –desde el sistema educativo- se reconfiguraban para adaptarse a las nuevas realidades sociales; ahora el tener ha ahogado al ser; las tecnologías sepultan a las humanidades.
El ser humano que antes era conflictivo, ético, espiritual se define ahora por lo que pueda adquirir o tener, mostrar o exhibir en las redes sociales. Publica lo que consume, lo que compra, a dónde viaja, se proyecta más joven, un yo digital distorsionado. La subjetividad es un espectáculo interminable de registros digitales.
Vivimos la estética de la degradación, en dónde la gente se adapta más de lo que se rebela; creando disfraces o máscaras digitales, amables, adaptativas, con causas insólitas y odiadores profesionales. La cultura deja de ser una herramienta de cuestionamiento o de búsqueda de sentido y se transforma en la lógica del consumo y de los productos. Parafraseando muy mal a Descartes: “Compro, luego existo…”.
Incluso el arte, que fue denuncia, crítica y resistencia, ahora es objeto de consumo decorativo, reduciéndose a tendencias, popularidad y algoritmos de likes. Lo que no vende desaparece, lo que no entretiene no existe, se lee poco, se escribe menos. Lo esencial, la lógica, la reflexión, la crítica, la filosofía son marginados, inútiles y poco rentable.
Esta reflexión no es una nostalgia vacía, sino de un viaje consciente sobre el presente y el futuro. Las estupideces locales, globales y geopolíticas que vemos en los grandes medios de comunicación se están haciendo norma, así como el silencio de los principales protagonistas y analistas simbólicos contemporáneos. Hay miedo, temor a la viralización de la crítica y es mejor callar, no opinar, no criticar, el silencio es la clave de la nueva tranquilidad mientras el tejido social se destruye.
Como diría Galeano, el envase es más importante que el producto, todo se ofrece, pero nada se dice; todo se muestra, pero nada se siente; todo se compra, pero nada se comprende. El consumo y el marketing es el nuevo lenguaje del poder, y la disidencia se neutraliza con absorción.
El sistema está blindado ante la crítica, la contracultura se esfuma, lo marginal es tendencia, el lenguaje es adaptativo, el tiempo se acelera, la incomodidad se evita, no se cuestiona, lo antiguo y la historia es inútil, lo simbólico es suvenir, el ritual es espectáculo y entretenimiento. Pero este paradigma extraño no tiene rostros ni autores, tampoco fundamentos, pero muy eficaz. Una nueva anormalidad anestésica, que calma, entretiene y destruye.
Por si fuera poco, aparece en acción la Inteligencia Artificial, una gran herramienta que mal utilizada puede ser una verdadera metástasis para la cultura, la academia y el sistema educativo. Noam Chomsky la prefiere definir como una mega herramienta de plagio, ya que se nutre de los verdaderos antecedentes intelectuales de la humanidad.
Finalmente, esta reflexión no es una variante de problemas intergeneracionales, ni una crítica a las etiquetas sociológicas actuales; se trata de una queja de la ausencia de referentes que deberían ser tomados en cuenta por los sistemas educativos y por los padres y madres que están educando a sus hijos (as). La ausencia de las tradiciones orales, la falta de conversaciones y de cuentos que acuñaban aspectos morales, la limitada interacción social infantil, sus juegos, juguetes, imitaciones, que afectan a lo cognitivo y lo emocional. Estamos infoxicados y asfixiados, por un juego de espejos en una identidad líquida (Bauman).
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