Marvin Galeas
La Ciencia y la Fe
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En las últimas décadas, los extraordinarios avances científicos han roto paradigmas que durante siglos parecieron inamovibles. Ideas que se daban por confirmadas han sido desmontadas por descubrimientos revolucionarios, redefiniendo nuestra comprensión del universo y de nosotros mismos. Desde el vínculo entre la mente y el cuerpo hasta el redescubrimiento del papel de la dopamina como hormona del deseo en lugar del placer, la ciencia ha iluminado, con nuevas perspectivas, lo que antes era oscuro.
El telescopio James Webb, por ejemplo, ha replanteado teorías sobre la formación del universo. Aunque el Big Bang sigue siendo una pieza central en cosmología, nuevos datos sugieren que debemos revisar cómo ocurrió y qué lo precedió. De manera similar, el auge de la inteligencia artificial y la masificación del internet han transformado la forma en que trabajamos, vivimos y producimos bienes y servicios.
Cada vez queda menos espacio para explicaciones mágicas o sobrenaturales. Se puede afirmar, sin temor a equivocarnos, que vivimos la tercera gran revolución que cambiará nuestras vidas, hasta la próxima gran revolución. La primera ocurrió durante el Neolítico, cuando el sapiens aprendió a hacer herramientas de piedra y nació la agricultura. Pasamos del nomadismo al sedentarismo y a la formación de las primeras sociedades. La segunda fue la Revolución Industrial, que dio lugar a la producción capitalista, no como un capricho, sino como consecuencia lógica de la introducción de las máquinas y la producción en serie.
Ahora vivimos la citada revolución tecnológica, que apenas comienza, aunque sus primeros pasos se dieron en las últimas décadas del siglo pasado. La constante tras esos cambios profundos es que no es posible dar marcha atrás. Aunque habrá resistencias, miedos y retrocesos, al final la tendencia es hacia el progreso. Hay profundos retos frente a nosotros, que estas nuevas generaciones tendrán que afrontar.
El impacto de la ciencia, como ya lo mencioné al inicio, no se limita al entendimiento de fenómenos naturales. Esta nueva revolución ha desafiado ideas profundamente arraigadas, como la existencia de un diseñador omnipotente. En el pasado, cuando no se comprendían fenómenos como la lluvia o el fuego, se atribuían a divinidades. Hoy, esos «dioses de los huecos» han sido desplazados por las leyes de la física, pero la necesidad humana de creer persiste. Incluso en un mundo lleno de explicaciones científicas para casi todos los fenómenos, cerca del 70% de la humanidad mantiene la fe en un ser superior.
Este fenómeno no puede ser visto como producto de la ignorancia o de la manipulación de masas. La fe responde a una necesidad emocional y psicológica: el deseo de trascendencia, la esperanza de un más allá y el consuelo de que nuestras acciones tienen un propósito moral. Estas creencias no solo perduran, sino que se adaptan. Argumentos como el ajuste fino, el ontológico o el teleológico, que antes habrían sido rechazados por las religiones, hoy son cooptados para defender la existencia de un ser superior. Este cambio demuestra, también, la habilidad de las creencias para adaptarse frente a los avances científicos y tecnológicos.
La Iglesia Católica, quizás la denominación más influyente en Occidente, ha respondido a este reto de adaptación con una clara estrategia de reinvención. Lo más notorio fue el reconocimiento y aceptación por parte de Juan Pablo II, un papa conservador, de la teoría del Big Bang y del evolucionismo o selección natural. “El Big Bang no contradice a Dios, sino más bien lo exige”, afirmó Juan Pablo II. Y en cuanto a la evolución, expresó que es perfectamente conciliable con la existencia de Dios.
A partir de estas sorprendentes afirmaciones de un papa ultraconservador, teorías que ya habían sido propuestas siglos atrás por hombres de ciencia, pero rechazadas con vehemencia y hasta con condenas a la hoguera, se han convertido en los principales argumentos de creyentes para afirmar la existencia de un ser superior. Según estos razonamientos, tanto el Big Bang como la evolución son milagros que solo pueden explicarse por la intervención de un ser superior.
En paralelo, la moderna historiografía, en gran medida formada en universidades católicas de prestigio, ha intentado matizar o suavizar las barbaridades de la conquista de América, las cruzadas, la inquisición y los abusos de miles de menores, por sacerdotes que quedan en la impunidad. Bien mirado, concluye los historiadores “revisionistas”, la conquista fue un hecho que permitió que miles de almas se encontraran con la verdadera fe. Relatos como los de fray Bartolomé de las Casas son desestimados como exageraciones interesadas. Hernán Cortés ha pasado a ser presentado como un representante del Renacimiento europeo, aunque la única evidencia de su formación intelectual es su breve paso, sin matricularse, por Salamanca.
Por otro lado, el ateísmo militante, representado últimamente por intelectuales como los “cuatro jinetes del ateísmo humanista” –Hitchens, Harris, Dawkins y Dennett– también tiene sus limitaciones. Su enfoque a menudo busca evangelizar con el ateísmo, cayendo en el mismo error que critican: la imposición de creencias. Los debates entre teístas y ateos suelen convertirse en espectáculos donde prima la retórica sobre el aporte al conocimiento.
La fe, a pesar de sus sombras históricas, ha demostrado ser una fuerza poderosa para millones. Ha rescatado vidas de adicciones, brindado paz y fortalecido comunidades. Por otro lado, la ciencia, con todos sus beneficios, también ha producido instrumentos de destrucción masiva.
¿Cómo reconciliar estos mundos aparentemente opuestos? Tal vez la respuesta no radique en buscar una verdad absoluta, sino en fomentar el respeto mutuo. La fe debe defenderse desde la fe, y los postulados científicos, con el método científico. Mezclarlos conduce a polémicas estériles y a la manipulación. La ciencia explica el “cómo” y la fe intenta dar sentido al “por qué”. Solo desde el respeto mutuo podemos aspirar a una convivencia pacífica, donde ambas visiones coexistan sin intentar destruirse mutuamente.