Óscar Picardo
Calidad universitaria
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En El Salvador existe una taxonomía de seis tipos de instituciones de educación superior: 1) Universidad de El Salvador); 2) Instituciones estatales; 3) Privadas grandes confesionales; 4) Privadas grandes laicas; 5) Privadas pequeñas con respaldo empresarial; y 6) Privadas pequeñas dependientes de cuotas.
Estas categorías se construyeron en la historia en base a ciertas circunstancias: No hay casualidades, hay “decisiones” estratégicas y “riesgos”, que han estado a la base de la fundación y desarrollo de cada institución de educación superior.
En términos muy generales, nuestro sistema de educación superior se puede describir bajo tres coordenadas: a) De bajo costo (cuotas bajas); b) de mediana calidad (desempeño científico limitado); y c) bastante mercantil (no hay diversificación de ingresos). Todo está muy interrelacionado y se crean ciclos perversos, de los cuales es difícil salir, pero se puede y hay excepciones.
Mientras la Universidad de El Salvador estaba asediada por las intervenciones militares y los cierres políticos, los modelos fundacionales de las universidades privadas de los años 80 -generalmente en casas- tenían a la base tres probabilidades: a) La concupiscencia de ser una empresa educativa exitosa; b) La visión de aportar profesionales al país en una época de conflicto; y c) Quedarse estancados o atrapados por una visión endógena o autista.
La visión y el liderazgo de algunos fundadores era clave para crecer y desarrollarse; pero en algunos casos había obstáculos por la miopía y por la cantidad de personas involucradas con mentalidad de sociedad anónima.
Al final, los que dieron el paso de arriesgarse a grandes créditos para infraestructura en los años 90 sobrevivieron y despegaron. Otros aún luchan en un mercado complejo que cada vez exige más.
Digamos que hay un ADN fundacional muy particular en cada institución; por ejemplo, si se nace bajo el manto de la Compañía de Jesús o de los Salesianos, detrás hay una mística de varios siglos inspirada por Ignacio de Loyola o de Francisco de Sales, o impulsada por la Congregación XXXII de la Compañía de Jesús o por las ideas de Don Bosco, y a la vez un respaldo global y financiero importante. (Nota: Hay otras instituciones que parecen confesionales pero no lo son…)
Si se nace como institución “laica” la situación es muy distinta, puede o no haber respaldo de grupos de la sociedad civil o de empresarios y todo depende de las condiciones locales y de las ideas, de la visión y el liderazgo y sobre todo de las fuerzas impulsoras o restrictivas (Kurt Lewin).
Actualmente hay un movimiento académico que desde la nueva “Política de Educación Superior” impulsa la “acreditación obligatoria”; buscando elevar la calidad por ley o decreto. Los activistas de esta idea perversa saben que hay diferencias institucionales irreconciliables, pero empujan este proyecto como mecanismo de presión para homologar la calidad, cosa que nunca ha sucedido en ningún sistema del mundo.
Al final, conociendo nuestra cultura, terminarán todas las instituciones acreditadas y el sistema de calidad quedará debilitado y sin valor; de hecho en los últimos años se ha debilitado bastante.
La calidad en educación es una decisión, no se impone por ley, norma o decreto; pero además, la calidad se establece con ciertas condiciones o estándares a cumplir, como bien me comentaba mi colega Ing. Ricardo Castellanos: “Si mides 1.65 cm jamás jugarás en la NBA aunque tengas todo el deseo de hacerlo” en efecto, hay un ADN institucional y hay diferencias.
Lo que sí se debería hacer es ser más exigentes en los “requisitos básicos de funcionamiento”, que son la base y plataforma mínima para construir la calidad, y dicho sea de paso, muchas instituciones no los cumplen.
Una educación superior de calidad es costosa y compleja, e implica seguir una rúbrica ya conocida: a) Atraer y retener a una planta de docentes e investigadores de calidad; b) Invertir en laboratorios, espacios experimentales y edificios; c) Contar con un proyecto educativo con visión de largo plazo; d) Diseñar desafíos para mejorar la sociedad y cumplir sus metas; y e) Formar profesionales y científicos competentes; y esto no se puede lograr con cuotas bajas y sin filantropía o donantes.
¿Qué hemos hecho o a qué nos hemos dedicado? Generalmente, a dar títulos, a cumplir esa función vacía e infame que señalaba Ignacio Martín-Baró “ser ascensores sociales”; muchísima gente tiene grados académicos que ni ellos mismos saben cómo lo lograron; esto, sin contar la cantidad de títulos irregulares.
Como sistema educativo superior, en un país de escasos recursos, podemos buscar excusas para tolerar la mediocridad, las hay y muchas; pero también podríamos comenzar a cambiar. Si se definen metas y prioridades, si se invierte más y mejor, si se planifica con visión estratégica y de largo plazo, si se buscan socios para transferencia de conocimientos, podemos tener en el mediano plazo más patentes y estas pueden diversificar las fuentes de ingresos.
Si las instituciones de educación superior orientan sus esfuerzos en la excelencia, en el prestigio de sus graduados y en medir su impacto científico, la situación puede comenzar a cambiar.
Somos -o debemos ser- organizaciones educativas y de conocimiento; y es necesario contar con rectores, decanos, dirigentes, directores, investigadores y docentes que entiendan bien su misión y que trabajen para elevar la calidad de sus organizaciones, cada día y de manera progresiva.
No debe haber espacio para la mediocridad, tampoco la universidad es un refugio del desempleo, no debe haber docentes sin las capacidades y experiencias enseñando, no puede haber investigadores que no estén aportando algo nuevo a las ciencias. Cada quién, en la universidad -sea pública o privada- debe cuestionarse sobre su rol e impacto en la vida de los demás.
Ser universitario es trabajar con el futuro de la gente y ayudarles a pensar que todo se puede mejorar, que tienen la capacidad de fallar y volver a seguir; parafraseando a Elon Musk: la universidad es el lugar para cambiar el mundo.