Número ISSN |
 2706-5421

salon de clases
Picture of Carmen González Huguet

Carmen González Huguet

Crueldad pedagógica

Confieso que soy una mujer rara. A diferencia de muchas criaturas que odian el colegio, como mi hermana Pilar, que le hacía unas pataletas épicas a mi papá, yo sí quería ir a clases. Al menos, al principio. Cuando nací fui la primera de una nueva generación en la familia. No solo fui la primogénita de mis papás. También me tocó en suerte ser la primera nieta. Esto significa que fui una niña que, muy pronto, tuvo que aprender a vivir y a jugar sola en una casa donde no había más niños. Mis papás se iban a trabajar y yo me quedaba con las muchachas que, al menos al principio, eran dos: la Licha, eterna y maravillosa cocinera de mi mamá, y una larga serie de niñeras, entre las que desfilaron la Concha, la Lucy, la Deysi y, por último, la Rosa, tal vez la más abnegada de todas. Pero esas son otras historias…

Tres años después de mi venida al mundo nació mi hermana Gloria, pero durante mucho tiempo fue una bebita con la que era imposible jugar, de modo que yo seguí siendo una criatura solitaria que se aburría mortalmente, porque era la única niña en un mundo de adultos. Un mundo en el que, además, todos usaban anteojos, excepto yo. Tal vez de esa simple observación saqué la peregrina idea de que los anteojos eran algo que a la gente le crece en la cara, como la barba a los hombres. Pronto me pregunté cuándo me iría a crecer a mí, puesto que mi abuela María, mi tía Julia y mi mamá usaban lentes para leer, al igual que el abuelo Antonio y que mi padre. De modo que los anteojos no eran exactamente iguales a la barba, que solo les crece a los hombres. Los lentes también les crecían a las mujeres. Y yo me moría por usar anteojos, ya que eran cosas asociadas al hábito, o al vicio, más bien, de leer.

Creo que siempre fui una niña muy ocurrente, sólo que entonces no lo sabía. Por ejemplo, para mí fue un descubrimiento personal comprender que existen otros idiomas en el mundo, además del castellano. Todo ocurrió la tarde en que mi tío Federico llegó a visitar a su hermano Antonio, mi abuelo, y de inmediato se pusieron a hablar entre ellos. Yo cachaba muy poco de lo que estaban diciendo, de modo que le pregunté a mi abuela qué pasaba. Doña María Josefa Cañas me dijo que aquella jerigonza era catalán. Y así supe que el castellano que hablamos en El Salvador no era la única lengua del mundo. Ya después aparecería el tío Tony, un gringo de ojos transparentes, hablando inglés, y terminé comprendiendo que la colección de lenguas que se hablan alrededor del globo es muy extensa.

No sé cuándo me comenzaron a fascinar los llamados “muñequitos”: las tiras cómicas a color que publicaban los periódicos salvadoreños todos los domingos. Durante mucho tiempo atormenté a los adultos pidiéndoles que me leyeran no una, sino más de veinte veces los dichosos cómics. Hasta que un día, tal vez ya harta de tanta jodedera, la abuela María me dijo: “Apuráte a aprender a leer, para que podás leerlas tú misma, sin necesidad de molestar a nadie”. Aquella fue una revelación. Una de muchas que recibiría en mi vida. Yo podía, yo era capaz de aprender a leer. De modo que, cuando me dijeron, a mis cinco años, que me iban a llevar al colegio, yo estaba feliz. Por fin iba a aprender a leer y, además, en aquel sitio había muchas otras niñas. Podría jugar y ya no estaría ni sola, ni aburrida. ¿Qué más se podía pedir?

Por supuesto, a medida que pasaron las semanas, el colegio fue perdiendo su mágico brillo y yo empecé a verlo bajo una luz cada vez menos halagüeña. El sitio tenía desventajas a veces bastante graves. Durante años fui víctima del malvado “bullying”, solo que en aquella época no se llamaba así o, mejor dicho, no “existía”. El acoso escolar como realidad por supuesto que sí existía. Por desgracia, imagino que ha existido siempre. Pero los adultos no le daban la importancia que, lamentablemente, tiene. Si no fuera por la lectura y por la biblioteca, mi infancia habría sido mucho más miserable de lo que, infortunadamente, fue.

Pero no solo tuve que soportar la maldad de las condiscípulas. El colegio me brindó, de primera mano, mi primera experiencia con la crueldad pedagógica. La maestra que me enseñó a leer no fue un ser celestial, como sí le sucedió, para su fortuna, a Gabriel García Márquez, quien tropezó en la escuela con un ángel montessoriano llamado Rosa Helena Fergusson. El Nobel colombiano ha llegado a afirmar que se enamoró de ella. A mí, en cambio, me tocó aprender a leer con una bruja llamada Yolanda Vargas, cuyos métodos de control se basaban en la humillación y el sarcasmo.

Yo empecé con muy mal pie, porque el primer día que tuve la desdicha de cruzarme con este personaje, mis manos traviesas rompieron, sin querer y por mera curiosidad, unos botes de vidrio en los que ella había puesto a germinar unas semillas de frijol sobre algodones humedecidos en agua. Me odió para siempre y ese día me castigó a pasar toda una hora de plantón, con la cara vuelta hacia la pared. Más adelante me haría víctima de un acto de humillación tan doloroso como inmerecido que prefiero no contar. Ya la perdoné por todo, porque el rencor es una maleta muy pesada para andarla cargando por la vida, y porque no soy persona de rencores eternos. Pero como saben algunas de las personas que me conocen bien, yo perdono, pero jamás olvido. No es mala voluntad. Es una desgracia. Así como soy muy despistada para ciertas cosas, para otras tengo una memoria de elefanta.

Con todo, siempre le agradeceré a doña Yolanda que me enseñara a leer, porque me abrió una puerta a un mundo al que podía escaparme del aburrimiento y de las miserias cotidianas de un ambiente donde muchas personas me hicieron sentir que no era bienvenida. En el colegio no hice muchas amigas. Nunca fui bonita, ni siquiera de niña. Era muy flaca y muy torpe, de modo que jamás fui buena en los deportes. Los detestaba. Tampoco me gustó la gimnasia ni, en general, muchas asignaturas que juzgaba inútiles, como las manualidades. Yo prefería enterrar mi cabeza en los libros y borrarme del mundo. De esta manera conseguía ser invisible la mayor parte del tiempo, cosa indispensable para sobrevivir en el colegio. Claro está, doña Yolanda no fue la única persona desagradable. ¿Cómo olvidar a la hermana “Pellizquito”, cuyo mote no se lo habían puesto por gusto?

Como es natural, dicho lo anterior, jamás me llevé bien con el entrenador de deportes, un señor calvo, morenito y chaparro, más feo que pegarle a mi mamá, quien nunca me fue simpático, en especial porque, en cierta ocasión, a causa de no sé qué falta de disciplina, puso a toda la clase a correr alrededor de la cancha. Teníamos que completar diez vueltas, y creo que yo no logré llegar ni siquiera a la número seis, porque estaba a punto de desmayarme.

La profesora de mi primaria a la que recuerdo con más cariño es a la señorita Margarita Valencia. Fue mi maestra de tercer grado. Era amable, simpática y le gustaba la poesía. Nos hacía copiar poemas de Alfredo Espino. Yo entonces no leía poemas y, en general, la poesía me parecía muy difícil de entender. En cambio, adoraba los cuentos, que devoraba uno tras otro, con un apetito insaciable por las palabras escritas.

Lo más importante que me dejó la educación primaria fue el hábito de la lectura y una ortografía implacable. También me regaló un odio acérrimo a las matemáticas, porque a la colección de crueldades debo añadir la costumbre de mi papá, que también era maestro, de enseñarnos las tablas de multiplicar con ese hábito marista-leninista que se llama “cincho”. “¿Cuánto es siete por cuatro?”, preguntaba mi progenitor sin avisar. Y si yo tenía la mala suerte de no andar lista y no respondía rápido, lo siguiente que sentía era el cinchazo en mi trasero. Por supuesto, los cinchazos fueron efectivos a la hora de recordar las tablas, pero no para que amara una asignatura que llevaría indisolublemente ligada, en mi memoria sensorial, al dolor de los cinchazos.

Además, mi papá contrataba a una profesora para que nos diera clases de refuerzo durante los tres meses de vacaciones. Los temas eran solo dos: Matemáticas y planas de caligrafía. Y ese fue el otro calvario de mi infancia. Siempre tuve muy mala letra. Nada qué ver con la elegante caligrafía inglesa de mi papá, y la letra Palmer perfecta de mi santa madre. Nunca he podido decidir qué odio más: si la imposición de esas planas eternas, o las visitas al dentista, que por lo general eran sesiones de tortura dignas de Torquemada. Mientras las clases de vacaciones nos las impartió la señorita Lobo, yo estuve encantada. Pero luego seguimos trabajando con doña Marta Iraheta, que no era tan simpática, y yo me limité a cumplir la tarea sin ningún entusiasmo. Mi hermana Gloria, en cambio, resolvió todos y cada uno de los ejercicios de la Aritmética y del Álgebra de Baldor con una pasión incomprensible para mí.

Logré pasar Matemáticas en tercer ciclo gracias a la bondad de don Ricardo Leiva y de don Amílcar Guevara, un profesor que también daba clases en el Liceo Salvadoreño y que tenía la facultad de mover las orejas de un modo a la vez inquietante y muy chistoso. Ambos eran muy buenos maestros, pero no consiguieron que yo superara el trauma de los cinchazos asociados a las tablas de multiplicar. Tampoco lo consiguieron, en bachillerato, don Mario, el profesor de estadística, que era un pan de Dios, y don Álvaro Bejarano, un maestro colombiano de tez muy blanca que estudió Psicología en la UCA, donde más adelante me impartió una materia sobre técnicas pedagógicas de cuyo nombre no logro acordarme, pero que me ha sido muy útil hasta el día de hoy. A don Álvaro uno de nuestros compañeros de la UCA le endilgó el apodo de “Gasparín”. A sus espaldas, claro. Y debo anotar al pie que tal vez no había crueldad más refinada que la de poner apodos. A una pobre muchacha que tenía un problema en una pierna otros compañeros universitarios le pusieron el apodo de “La Inmortal”, porque la joven nunca iba a poder estirar la pata…

Así como doña Yolanda Vargas me dejó para siempre la terrible lección de la maldad humana, mi profesor de Lengua y Literatura de tercer ciclo, don Víctor Santos, me heredó el amor a la poesía, que ya había despertado la señorita Valencia. Este señor tenía una hermosísima voz de barítono y recitaba de modo genial poemas de Rubén Darío y de Neruda.

Aunque yo adoraba a don Víctor, también reconozco que podía ser demoledor. Una de sus pasiones más intensas era la ortografía. Todas las semanas teníamos que repasar un ejercicio y, nada más comenzar la clase, nos hacía un dictado. Después de entregarlo, procedía a devolver, calificados, los dictados de la semana anterior. Lo peor era que ordenaba los papeles de tal modo que ya sabíamos que las mejores notas las entregaría al principio. Por lo general, esos papeles los devolvía sin mayores comentarios: tal vez un “excelente” o un “muy bien”. Pero nada más. Sin embargo, a medida que las notas bajaban, subían de tono los comentarios. “Debería irse al Congo”, “usted no sabe español”, “no sé cómo es que no anda con taparrabo y con lanza”, y lindezas por el estilo. Hoy en día lo habrían denunciado muchas veces ante el Tribunal de la Carrera Docente por una metodología tan cuestionable. Inclusive, es posible que las quejas hubieran llegado hasta la Fiscalía. Pero en aquella época primitiva, cuando mi papá me enseñaba las tablas de multiplicar de la manera que ya dije, de seguro habría estado muy de acuerdo con los comentarios de don Víctor. Y lo habría estado, sobre todo, porque esos métodos eran muy efectivos.

Por supuesto, cuando llegué a la universidad, las cosas no cambiaron, solo subieron de volumen. Recibí clases de una profesora de la que aprendí muchísimo, y a la que llegué a apreciar bastante, pero jamás he podido olvidar que ella dijo de mi tesis de licenciatura que “era el mejor ejercicio de mecanografía que había visto en su vida”. Tampoco olvido al profesor que no quiso recibir mis trabajos, a pesar de que los había escrito en una cama de hospital, la vez que tuve que pasar ingresada un mes porque perdí a un bebé. ¿Por qué no me los recibió? Porque no los había entregado en la fecha establecida.

A pesar de todas esas groserías abusivas, creo que tuve muy buenos maestros. En el colegio, Joke de Siri me hizo amar la literatura en inglés, doña Rosa de Cisneros me introdujo a la historia de Centroamérica de la mano de la geografía del Istmo. Y, a pesar de su manera intensa y apasionada de despotricar, en la UCA Rafael Rodríguez Díaz me enseñó muchísimo sobre la historia de la literatura universal. Sin embargo, para mí el mejor maestro fue, ¿qué duda cabe?, Francisco Andrés Escobar. Él no solo fue mi maestro sino, también, la figura paterna que yo tanto necesitaba cuando mis papás se marcharon a los Estados Unidos. Paco guió mis lecturas, comentó mis textos y me fue llevando con segura mano poco a poco por la senda de la poesía. Cuánta falta me hace y cuánto lo recuerdo cada día. Hasta hoy, el punto de amargura que tiene cada triunfo que alcanzo es que él no está aquí para compartir mi alegría, de la misma forma en que tampoco lo están mis padres.

Y hasta Paco, que de suyo era una persona de buen talante y de mejor trato, podía perder los estribos de la manera más estrepitosa si le tocaban las teclas precisas. En cierta ocasión lo vi bajarse de un bus de la ruta 101, muy cerca de la entrada de la UCA, y arrojarle de muy mal modo unas monedas al cobrador del bus, al que insultó con la verba más florida que alguien pueda imaginar. Lo más dulce que le dijo al hombre fue “ladrón”.

Otra vez lo encontré con los estribos perdidos por completo. Resulta que estaba él preparando una función de teatro y, en lo que fue a su oficina a traer los boletos, alguien había llegado al auditorio y había sustraído el equipo de sonido. Me imagino el susto que se llevó y la preocupación ante lo sucedido. Solo faltaba que, con su salario de maestro, que de seguro no era muy espléndido que digamos, le tocara pagar el equipo “escamoteado”.

Pero, no. Después él mismo averiguó que los culpables del intempestivo “robo” habían sido unas personas de la Oficina de Pastoral, que necesitaban el equipo para otro evento y, sin avisar, lo “tomaron prestado”. Lo peor, para Paco, que era tan responsable, fue que tuvo que suspender y reprogramar la presentación de teatro. Ignorante de la causa del “robo”, cuando yo lo encontré mi maestro insultaba a los “ladrones” con una serie de palabrotas, llenas de pes y erres, imposibles de repetir aquí.

Y con esto aterrizo en la idea que me guía en esta reflexión: quienes enseñamos (y, claro está, quienes aprendemos) no somos ángeles. Ni demonios tampoco, aclaro. Es una verdad de Perogrullo que conviene no olvidar. Docentes y alumnos sólo somos seres humanos, con nuestras pasiones, nuestros defectos y nuestras virtudes. Los mejores maestros son aquellos que sienten una profunda pasión por lo que hacen. Pero me consta que, también, hay maestros, como también hay alumnos “que solo están viendo caer la lluvia”. Son seres a los que todo les da igual: enseñar, aprender y que los estudiantes de verdad cambien. Hay de todo. Sin embargo, todos deberíamos aspirar a la excelencia en lo que hacemos.

Como bien dijo el gran escritor alemán Hermann Hesse: “Sin el animal que habita dentro de nosotros, somos ángeles castrados”. ¿Y quién soy yo para desmentir a Herman Hesse? Ese animal, ¿qué duda cabe?, es la pasión. También el filósofo alemán Georg Wilhelm Friedrich Hegel nos recordó que: “Nada grande se ha hecho en el mundo sin una gran pasión”. Ciertamente, yo no les enseñé a mis hijos las tablas de multiplicar con el cincho, y, en la medida de lo posible, intenté no ejercer la violencia cuando los eduqué, aunque en términos absolutos eso es imposible. En todo caso, creo que la empleé mucho menos que mis padres con mis hermanos y conmigo. Pero reconozco que la tentación a usar la violencia es grande, en especial porque es eficaz, es rápida y, sobre todo, es inolvidable.

Creo que todos llevamos, en la piel y en la memoria, las cicatrices de métodos retrógrados de enseñanza que sufrimos en la infancia y en la adolescencia. Y, ojalá, otros niños y jóvenes puedan aprender con métodos más amables y menos violentos. Pero lo que ahora hay es un montón de niños y jóvenes que no han aprendido lo que ya deberían saber a la hora en que llegan a las puertas de la universidad. Y eso también es muy triste y preocupante, porque, además, sus maestros tampoco saben bien lo que tienen que enseñar. Y eso, sí, es un problema de estado.

Comparte disruptiva