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 2706-5421

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Rafael Lara-Martínez

Rafael Lara-Martínez
Professor Emeritus, New Mexico Tech
rafael.laramartinez@nmt.edu
Desde Comala siempre…

Cuarteto testimonial

MARAS - PADRE - MADRE - ABUELA

0. Testimonio, derecho del habla

Entre la poesía y la prosa —prosa poética y poesía prosódica—, «La inmensa melodía de los corazones» de Roger Guzmán les plantea un dilema tajante a los estudios culturales.  El testimonio no se restringe a un solo género literario —la novela—, ni a un período único de la historia, la guerra civil salvadoreña en la década de los ochenta.  En cambio, el testimonio constituye un atributo esencial del hablante —del Yo (Self)—, quien en 2022 relata su experiencia vivida, de inmediato, sin la intervención de una figura letrada de prestigio.  A menudo, se trata de «un idiota» quien, como yo, no posee «más talento que escribir» sin anhelo de prestigio.  Que la novela testimonial se canonice —hoy lejana en su ideal revolucionario pretérito—, no significa que no existan otras generaciones.  Anteriores y posteriores al «compromiso», reclaman el mismo derecho de transcribir vivencias, según los modelos literarios de su elección.  Acaso hay tantas maneras de testimoniar como la multitud de hablantes que dice Yo (Self), sin autoridad literaria ni académica. 

De la simple anécdota de los sucesos cotidianos al relato corto y la poesía, la novela desempeña un papel secundario luego de esos modelos narrativos más populares.  Por esta doble negación —testimonio sin modelo rígido ni época fija—, Guzmán contribuye a impulsar nuevas deposiciones orales de evidencias actuales.  Existen otras maneras de escribir la historia fuera del encierro testimonial en un solo género literario, en monopolio de una generación exclusiva.  En verdad, la temática inicial narra hechos tan despiadados como los ocurridos durante la guerra civil.  Sin embargo, pese a su larga duración, quedan en el silencio de la censura.  Se trate de la violencia doméstica, del acoso sexual, de la pobreza, a estos actos se añaden el desamparo infantil, el auge de las maras, entre otros.  

Antes de girar hacia una perspectiva más romántica —en búsqueda y realización del amor—, los relatos transcriben la iniciación infantil y juvenil sometida al acecho doméstico y callejero.  La violencia doméstica suele juzgarse de manera tan trivial que se califican de «descolonizadores» los golpes de «cuerda en alto…en las espaldas del niño» que San Uraco le propicia a su hijo en nombre de «la madre…trémula de cólera» (Salarrué, «El Cristo negro», 1927, 1936…).  El progreso reclama para sí la primera ley de la termodinámica. La violencia no se crea ni se destruye, solo se transforma según la revolución social que acalla su carácter sinódico en calco de los astros. El cuarteto del ensayo transcurre de un breve despegue marero hacia la violencia paterna, la demencia materna, hasta culminar en la esperanza de la abuela durante los amores juveniles.

1. Padre, violencia

1.0 Despegue marero

Sin otra cronología que la del recuerdo, el narrador confiesa el desarraigo de su propio cuerpo.  Arrancado del terruño —acaso de su familia—, se ve obligado a volverse «mariposa», es decir, asume una identidad flotante.  En ella, con-funde la flor (anthos) y la poesía por venir, «la lengua (¿materna?) y la soga (¿el cordón umbilical?)» que lo ata.  «La sangre (¿la placenta?)» y la tinta ensucian la limpieza de la página que se vuelven un solo líquido tras su rastro por el mundo.  Esta deposición sucede en la cárcel, donde el pandillero declara la vida trágica de sus allegados.  Nada es más actual —hoy que Soyapango se halla cercado de militares—, que el enfrentamiento entre maras y policías. El conflicto ocurre incluso al interior de las iglesias, a la escucha de «citas bíblicas» donde se alza el puñal.   

Su re-Cuerdo familiar establece una clara ruptura entre las pandillas originales y las maras llegadas «del norte».  Por su carácter masculino, las primeras «verguean» a sus rivales, las otras «matan», mientras el enemigo lleva siempre el apelativo de «culero».  La metamorfosis —asegura— causa una disolución de la amistad primordial.  Antes se asalta, se venden drogas para mantener a la familia y los miembros se disputan a la mujer en el baile, en vez de asesinar como sucede hoy.  Al menos, su seno originario restablece un sentimiento familiar corroído por la falta de ternura paterna.  El legado familiar se bifurca entre la llegada impetuosa del padre ausente y la omni-presencia materna. El género impone reglas estrictas al socializar la niñez. 

1.1 Legado paterno

Sin asumir responsabilidades, el padre se halla distante del hogar.  Si acaso aparece furtivamente, solo lo hace para colmar su doble deseo de alimentarse gratis y de satisfacer la libido febril, a costa de la madre.  Por ello, su legado lo refrenda la pornografía que guía el impulso sexual del declarante, desde una tierna edad. Sea que el juego del hogar con una vecina —entre «muñecas»—, culmine en la desnudez de la pareja infantil, sea que los videos del padre lo conduzcan al incesto con la hermana quien lo obliga a revelar su masculinidad, la imagen paterna le enseña el furor de la cópula.  Esta lección la confirma otro «padrastro abusivo» quien pasa del «robo» a la «violación masiva», ya que la violencia de la guerra la recicla sinfín la revolución sinódica de los astros.  Más que a los planetas, los jóvenes imitan la «espiral de hormigas», cuyo círculo resulta tan reiterado como el giro anual de la Tierra. 

No en vano, una de sus conocidas —Jasmín—, reconfirma la violencia viril como fundacional del «ser-hombre».  A ella la someten a una doble violación en una «ciudad de drogas», sin «sueldo mínimo» regida por la ética «alcohólica». Obviamente, su anhelo de aborto —de expulsar el injerto incrustado—, se juzga un mayor crimen que los golpes viriles del cautiverio.  Así se resume el testimonio de ese lejano mensaje varonil: robo, dos tipos de pandillas, violencia doméstica y violencia callejera, reciclaje de la guerra civil en la guerra cotidiana de la paz, etc. Por fortuna, ese recurso cíclico a la violencia no le impone al narrador olvidar su afán de recobrar la familia y —luego de sanar las sesentaicuatro puñaladas en el pecho, códice del re-Cuerdo—, inspira a su hijo a superarse por el estudio.

2. Madre, demencia

En cuanto al legado familiar femenino —marca indeleble del presente hacia el pasado—, transcurre de la madre a la abuela.  La sensación del recuerdo transcribe la experiencia trágica materna y la luminosa —»luciérnaga» nocturna—, de la anciana.  No en vano, este último afluente desemboca en el torrente principal de los amores juveniles.  Si la Patria y el patrimonio conllevan la violencia, la Matria y el matrimonio le inculcan la demencia.  Ella sola guarda a sus tres hijos: el mayor, el declarante al medio y una niña menor.  La memoria testimonial es pre-natal.  En ella se fusiona el mito de La Llorona con el Fantasma (Gespenst) marxista que le suscita el dinero.  En verdad, su llanto desolado se desdobla de la dificultad por criar a su progenie hacia la consecución del efectivo necesario para la vida diaria.  El Fantasma define una misma angustia causada por el capital, como se dijo, en la ciudad capital de la desgracia.

Siendo eterna, el alma del declarante lleva tatuada los Fantasmas (Gespenst) que acechan a la madre antes de nacer.  En ese matrimonio sin «pétalos», el llanto, los sollozos y los gritos le corean las canciones de cuna, previas incluso a su encarnación terrena. Los Demonios maternos externan el deambular por el Parque Centenario, donde solo las prostitutas le ofrecen apoyo, cargada de su hijo mayor. Los Espectros de la capital se desdoblan sin una residencia permanente de la madre, hasta inculcarle el terror del aborto provocado por el hambre.  Quizás en ese acto pervive la memoria de un nacimiento frustrado, semejante al mío.  Sin más huella paterna que los golpes, el crimen femenino la expulsa también de la casa de sus padres, los abuelos del testimoniante.  Otro Espectro se llama transporte colectivo, el cual inculca el miedo al acoso y a morir calcinada como niño en el encierro. Estas apariciones fantasmales las multiplican las desapariciones de familiares, ya que la historiografía transcribe la búsqueda infructuosa de los muertos. No extraña que en las noches la madre empuñe un «cuchillo» como alternativa liberadora del suicidio.

La esperanza del porvenir coincide con el reencuentro de los cadáveres, hijos desaparecidos sin la caricia del padre. De él, se insinuó, solo perduran los gemidos eróticos que resuenan a todo lo largo de la casa estrecha, los golpes de su llegada impetuosa. Aunque el narrador carezca de «pétalos», la flor (anthos) germina sobre los escombros y sobre la muerte que la abonan en la «fosa clandestina», en la «zona boscosa» y en el «predio baldío» cerca de casa. La vida se nutre de ese «miedo» y «desgracia» que agrupa el «seguir a Cristo» con el «odio», en unión de los contrarios.  No en vano, el trastorno social vuelca la vocación sacerdotal y médica del escritor —utopía de salvar cuerpos y almas—, hacia la turbación mayor de profeta apocalíptico.   A la vez, la «sonrisa» se desplaza hacia una «herida» diagonal «en la cabeza». 

3.0  Abuela, esperanza

Por fortuna, la abuela trastoca el rumbo hacia la noche, ya que su aureola en nahual se llama «luciérnaga». Quizás ella represente la imagen terrena de la Luna, Tunantzin, nuestra Madre verdadera. El ardor del Sol desaparece en su presencia y, en festejo de estrellas, convoca el sueño, en su doble sentido de reposo nocturno y de ideal futuro.  La realidad por venir la moldea la noche. Entonces, la narrativa da un giro radical hacia los encuentros amorosos previos a todo compromiso pandillero. Los Fantasmas de los rayos solares emigran «al otro lado» del Mundo.  Ya solo permanece vigente el juego soñador que proyecta la «realidad» a su imagen y semejanza. 

Así germinan los «claveles» incógnitos entre las páginas de los libros escolares, ya que el encuentro amoroso precede a los «escombros».  No importa que la abuela —sin mención directa del abuelo—, conozca a un hombre que «pierde la cabeza».  Su cordura le inspira la búsqueda del amor primordial.  Aunque este encuentro colegial fluya hacia la lejanía —como las aguas de los ríos—, perdura la huella de la flor (anthos) que inspira la poesía de Guzmán. 

El abandono de la amada desangra al narrador, ya que repercute en secuelas tan trágicas como las de un crimen en su contra.  Por eso, en él pervive la sensación de reencarnarse en flor marchita que se precipita al abismo.  Ahorcado, hecho ceniza, vaga a la deriva como mujer dormida en las aguas del río, hacia el mar de la muerte.  El desamor se vuelve «pesadilla» de transeúnte por una ciudad informe, en busca del amor perdido. Solo el crimen más brutal —al expropiar los miembros de sus víctimas—, le permite reconformar el cuerpo de la amante, según un rompecabezas de miembros dispares.  Por ese rediseño corporal, sin rumbo fijo, persiste el deseo del retorno a los comienzos cuando el amor florece y los «pájaros» cantan en el alma.  La misma mano que escribe acaricia el cuerpo de la amada que se admira como un hogar.  Ella se escapa de su vida como las aves migratorias huyen con su canto, mientras él se observa morir.  De ese  (en)sueño sólo perdura la esperanza de la abuela, quien le asegura que todo insecto luminoso encarna una estrella que lo alumbra.

4.0  Coda

En síntesis, la lectura del libro nos enseña una lección en cuarteto musical clásico. En primer lugar, el testimonio equivale al derecho de habla que posee toda generación —toda persona humana dotada de lenguaje—, al deponer su experiencia de vida en el formato oral o literario de su elección.  Para Guzmán, se trata de un vaivén entre la poesía y la prosa.  Según la cronología del recuerdo, su parpadeo transcribe la vivencia infantil y juvenil hasta culminar en las maras y en el encierro carcelario.  Su legado familiar se triplica de la violencia hacia la demencia y la esperanza. 

Ausente del hogar —sin asumir responsabilidades—, el padre irrumpe feroz en el hogar a nutrir su apetito de carne en alimento culinario y corporal: meat and flesh.  Él le inculca la violencia y la pornografía como pilares fundacionales del «ser-hombre». La madre sostiene el hogar a solas, no sin emitir sus gritos de angustia.  Declara el dolor de vivir al aceptar su condición sumisa de «ser-mujer». Esta dualidad aún perdura bajo las nociones de patrimonio —derecho paterno—, y de matrimonio, vivencia femenina. Tal cual se mencionó (0), desde San Uraco hasta 2022, esta tradición familiar —dizque «decolonial»—, traduce la irresponsabilidad del padre y la preocupación materna, a menudo en el silencio. La Patria de la violencia se compagina con la Matria de la demencia. Sin especificar la vertiente familiar ni su pareja, la abuela le inspira la esperanza del sueño por un futuro mejor que, en su derrumbe, acaba en pesadilla. 

La lectura de ese cuarteto —despegue marero, padre, madre y abuela—, conduce a las generaciones jóvenes a renovar el concepto de testimonio literario.  A ellas les sugiere expresar —en el formato de su elección—, la experiencia de vida que los moldea como seres humanos en sociedad, sea trágica y violenta, o jovial y llevadera.  Quedo a la espera de ojear los próximos testimonios literarios, plásticos, musicales, en danza, etc.  Sin un solo formato que monopolice la realidad en muda constante, a las nuevas generaciones les corresponde revelar temáticas que la memoria histórica olvida adrede. Anclada en glorias pretéritas —imperecederas ante el cambio social—, la pre-Esencia inmediata la juzga trivial.  Empero, en el silencio, el horror se intitula violencia doméstica, masculinidad, maras diversas, acoso sexual, matrimonio sin patrimonio, prostitución, aborto (in)voluntario, cárcel (in)justa, desempleo, falta de pensión y de servicios médicos, al igual que otros temas acallados hasta hoy por el tabú. 

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