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 2706-5421

Diseño sin título-35
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Rafael Lara-Martínez

Professor Emeritus, New Mexico Tech
rafael.laramartinez@nmt.edu
Desde Comala siempre…

De po-Ética

ø El objeto subjetivo

En doble memoria: Francisco Altschul (1948-2023) y Manuel Sorto (1950-2023).

Por tradición literaria, sin cita inmediata, la lectura reconocerá el libro que compromete el despertar poético del autor. En esta iniciación, el poeta descubre que la vida misma es una «patria» que fluye desde el manantial de la infancia hasta la muerte. Al remontar esa corriente no solo rescata la niñez, ahora abolida pero vibrante en el recuerdo. También, durante ese diálogo con el Otro difunto en sí mismo, halla a la mujer en quien percibe a la «madre consejera», al igual que contempla en ella a la «amante».  Investida de guía literaria, ella representa a su maestra intelectual.  Lectora ideal, la intimidad de su «diario» personal anhela el reencuentro. Al transcribir esa doble voz de la diferencia, el Yo (Self) se diluye hasta sucumbir bajo una paradoja. «El amor» es «la muerte del Yo», quien se entrega a transcribir la voz del Otro, y a escribir para la Otra. 

En ese instante, ya no le interesan las cosas en sí mismas, sino sus virtudes derivan de la relación que el «Yo» establece con cada una de ellas.  La identidad cambiante vuelve al Yo «peregrino» un «discípulo» permanente de su observación. La poética establece un contraste con la objetividad al transcribir «lo que yo soy por las cosas» que moldean «mi» carácter.  Se habla de lo que «Yo soy» por los hechos que «nombro» y sufro en carne propia. El arte libera al individuo de su desgaste cotidiano, al que convierte en su «verdadera religión».  De proseguir ese dictado creador —donde crear es creer— la po-Ética avanza de su simple floración hasta transformarse en fruto que alimenta y mudarse en semilla desnuda que espera retoñar. 

La subjetividad extrema brota del sentimiento interno y de la propia experiencia corporal.  El rescate del pasado no equivale a la memoria.  En cambio, se corresponde al recuerdo que extiende su «red» sensible para construir un edificio de flores, de fuentes y de piedras. La escritura calca «pedazos de sí mismo». En estos retazos, el pensamiento se realiza en «aire azul» como fluido silencioso de río. Es son-risa que acarrea el sol hacia el atardecer, en presagio de la noche vuelta flor de estrella. Con sus manos extendidas, la reflexión palpa el alto cielo del árbol. Migrantes, sus hojas no se mueven a voluntad propia, sino obedecen al «viento» a veces huracanado. Sin rumbo fijo de antemano, la escritura no acepta una predestinación estable. Solo prosigue la cronología de su propia línea recta descendente y, en ascenso, al voltear la página. 

Más que buscar la eternidad en la palabra, se dijo, al poeta le interesa aprender de las cosas que encuentra —afectan su vida—, y cultivarse de los hechos que ocurren a su lado.  Así, asciende del abismo hacia el «perfume» de los astros.  Por esta mirada, reconoce que el origen rara vez observa los pétalos luminosos que brotan en sus ramas. Al admirarlas, la patria la contempla en sí mismo, en la vida propia.  Interna en su fuero, semeja la maternidad que da a luz a «frescos» murales y a «jardines solemnes». No le interesa detenerse en ese arte primaveral.  Lleno de flores, olvida su cometido de volverse fruto. Hay que esparcir la semilla para retoñar en el exilio terrenal de la soledad atenta a su propio sentimiento y vivencia.  La patria —perdón la matria—, edifica ese camino hacia sí mismo.  Su trayecto cruza «montañas sangrantes» y valles heridos por la lluvia en granizo. 

En este arte solitario, sin más colega cercana que la dureza de la piedra, reconoce las tres etapas progresivas —quizás a ciclo regresivo—, del canon literario.  Primero, emergen las grandes obras durante el conocimiento y camino hacia sí mismo.  Luego, se forja el repertorio según reglas que autorizan el anhelo humano mortal hacia la eternidad divina.  En la entrada a ese recinto sacrosanto, se enfrentan soledades equivalentes que (re)claman la autoridad suprema de representar al pueblo.  Aún si «nadie es el pueblo», cada quien aspira sustituir a esa multitud sin voz. 

Por último, ya solo queda la imitación de aplicar las reglas que conducen a la creatividad en «santificación» rígida.  Entonces los hechos se deshacen en palabras desprovistas de una vivencia directa. Basta sentarse en la «tumba» ornada de gloria para demostrar la experiencia del presente.  Para «crecer» ya no sería necesaria la vivencia actual. En vez, la tercera etapa recicla la vigencia perenne del Padre difunto cuyo legado pretende resucitar al «hablar de él». La decepción conclusiva brota de reclamar esa vida pasada, hoy sin vivencia inmediata. Solo la soledad que advierte esta paradoja convoca la re-volución sinódica en una nueva temporada que gira hacia la primera etapa. 

Sin el menor deseo de perpetuarse en esa «profusión de eternidad», la enseñanza terminal alienta a la lectura a (re)vivir en carne propia lo que exclama y escribe.  Solo la «madurez» del verano personal propicia crear —parir—, una obra en retoño duradero sobre las «fisuras de las piedras».  Sin el orgullo de reemplazar a Otro, el propio Yo difunto en el tiempo limita la verdadera po-Ética.  Sin cese, el «Yo peregrino y cambiante» muda en acuerdo fraterno durante los diálogos constantes con la Otra, las cosas y los hechos de su propia vivencia, en una palabra, con la diferencia.  Desde terruño íntimo, pervive en el ex-silio siempre…    

Queda pendiente que la lectura identifique el título y el autor de la obra reseñada, la cual adrede se omite mencionarla para calcar el laberinto de su escritura… 

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