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 2706-5421

Milady Tejada

Docente: «Nos sentimos descartados, inútiles, desmotivados, mal pagados»

A este tiempo, todavía seguimos insistiendo en lo obvio: que la educación pública en El Salvador necesita más atención. Sabemos que los niños y niñas no son el futuro, están aquí hoy, en el presente de un Estado de derecho como lo dice textualmente la Constitución en el artículo 53: “El derecho a la educación y la cultura es inherente a la persona humana; en consecuencia, es obligación y finalidad primordial del Estado, su conservación, fomento y difusión”. Y aunque suena muy bonito, en realidad no pasa, y siempre la excusa es la falta de recursos económicos y materiales que permita que la educación sea prioridad.  

Hay que considerar que no todo en la educación pública es gratuito y que los bonos son una miseria en comparación con las tantas necesidades de las escuelas y de las y los docentes 

Pienso en nuestros niños y niñas de educación parvularia, en las familias que invierten en transporte, alimentación, materiales, actividades y el tiempo para involucrarse. Me pregunto, ¿de dónde sacan el dinero esas familias sacrificadas, esas madres solteras, esas abuelas, esos jornaleros? Quizás de creer que la escuela sí le va a servir y les sirve a sus hijos e hijas. La mayor parte de la población carece de trabajo digno y aun así prioriza la escuela. El Estado debería tomar el ejemplo.  

El Estado debería garantizar el equipamiento de las instituciones y no solo con computadoras de cuarta generación, sino con profesionales en áreas de atención psicológica, terapeutas del habla, especialistas en discapacidades y en dificultades del aprendizaje. Tiene que ofrecernos una formación digna para quienes estamos haciendo el trabajo hoy. Esa debería ser la medicina para la sociedad enferma en la que vivimos. Es cierto que ni los mismos docentes hemos superado nuestros propios traumas, ¿cómo esperan que podamos atender los traumas de otros? Nuestra profesión está estigmatizada, somos la profesión del “aunque sea profesor quiero ser”… aunque sea. Como si la profesión docente no implicara un gran trabajo y un desgaste emocional, físico e importante como el de militar que tiene la opción de retirarse con IPSFA a los 50 años de edad. ¿Y nosotros? Los docentes estamos enfermos, con recetas, pero sin medicamentos, como todo el sistema de salud, no hay excepciones. Y aunque los medicamentos alivian, no son la cura.  

Nos sentimos descartados, inútiles, desmotivados, mal pagados. Eso es hoy, ¿y qué va a pasar con todos estos años de servicio al momento de nuestra jubilación?, ¿vale la pena trabajar tanto para estar moribundo con una pensión de miseria? No imagino qué va a pasar con mis compañeras y compañeros que tienen que alquilar casa, ¿cómo van a seguirla pagando y que les alcance también para comer? Es simplemente injusto exigir a todo un gremio dar lo mejor de sí, cuando la recompensa es y seguirá siendo la incertidumbre y la precariedad. 

Todo esto es un resultado de un problema estructural, en el que tan descaradamente no se prioriza la educación. Todas las gestiones siempre hacen lo mismo, como ir en marea alta en un bote lleno de hoyos, poniendo el dedo en uno, mientras el agua se filtra por todos los demás: en algún momento ya no nos van a alcanzar los dedos.  

Las condiciones empeoran y lo más visible es la deserción escolar, porque la inversión en los recursos es una de las calamidades, pero la calidad educativa, la calidad de los procesos, es otra. Desde la educación parvularia no hay consistencia en cómo las instituciones educativas cumplen con las expectativas de satisfacer las necesidades de sus estudiantes. En el área rural hay escuelas que se cierran porque “no hay suficientes alumnos”, como si la educación para uno o dos niños y niñas no fuera importante. Hay un solo docente para un grupo, sin recursos y con presupuestos ridículos, con carga académica, carga administrativa y trabajando en escuelas más esmeradas por cantidad de estudiantes y escolarización que por educación biopsicosocial real, porque los contenidos ya no son suficientes y esa ya no debería ser la conversación.   

Son muchas las calamidades y en este tema hay cosas que dependen directamente del Estado, pero también tienen que tomar parte todos los involucrados. Como docentes y como escuela también tenemos el poder de ganarnos la confianza y la credibilidad frente a las comunidades.  Las escuelas tenemos que ir más allá de que nos vean sólo como una “guardería” y que se enojen por una suspensión de clases, porque no van a tener con quién dejar a sus hijos. La escuela es más que eso, es más que los alimentos, más que lo uniformes. Y esa es parte de nuestra responsabilidad. Claro que hay muchos factores que minan la relación entre estudiantes y docentes para crear un ambiente de aprendizaje pleno y positivo. No respetamos los ritmos de aprendizaje de los y las estudiantes, seguimos creyendo que son problemas que no tenemos que resolver. Seguimos con lemas que la casa es para educar y que la escuela para enseñar. Seguimos creyendo que expulsando a los inquietos vamos a resolver. Pasamos horas y horas parados enfrente de las clases, dando discursos, imponiendo ideologías, horas y horas de teoría, como si no supiéramos que el tiempo de atención de los estudiantes es limitado. Tal vez no todos, pero la mayoría nos casamos con esa metodología bancaria, como si fuera lo único que podemos hacer. Como si la sobrecarga académica nos hiciera mejores humanos.  

La calidad educativa promete formar ciudadanos capaces de ser críticos, pero de verdad me preocupa que un bachiller lea “silabeado” o que lea rápido pero que no sea capaz de comprender lo que lee. Les reto a que escuchen la lectura en voz alta de sus estudiantes y que pongan especial atención a ambas cosas y que les inviten a pensar en su propio criterio, no en lo que nosotros queremos escuchar. Es así cómo van a estar listos y listas para enfrentar el mundo. Decimos que enseñamos a leer y después a comprender, cuando eso va de la mano. Ese es un problema que nosotros sí podemos resolver. Como docentes, estamos presionados a innovar, y eso no siempre se trata de llevar un proyector y hacer una clase con Power Point, innovar es optimizar, es pensar en hacer las cosas de forma diferente para obtener resultados más satisfactorios para todos y esa es nuestra eterna lucha, a pesar de la marginación en la que estamos. Seguir resistiendo ante la carrera de los contenidos, con información, con saber y con saber hacer, que al final del día no es garante que las personas, al menos, vayan a poder encontrar un trabajo.  

Nuestros programas de estudio deberían incluir espacios más intencionales para fomentar el cooperativismo, la educación por proyectos, el aula invertida, economía conectada, derechos del consumidor, nutrición, educación financiera, Mindfulness, inglés para el trabajo y las habilidades para entender y adaptarse a un mundo globalizado. De verdad necesitamos ir más allá de solo copiar ideas, ya es tiempo de un cambio. Hay muchos esfuerzos individuales, hay ejemplos de escuelas irreverentes a la norma. Me permito hacer esta crítica en vísperas de finalizar otro año escolar, una temporada de descarga, de reflexión y de proyección ¿Hacia dónde va nuestra educación para el 2020? 

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