Óscar Picardo
El mal, el odio y la muerte
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Son tres temas límites del ser humano; los evadimos, no nos agradan, pero son parte de nuestra naturaleza. El mal es un misterio presente en nuestra historia; el odio genera relatos salvajes de la hominización; mientras la muerte espera junto a la incertidumbre para poner fin a todo.
En estos tres ensayos breves abordamos esta trilogía de experiencias que conviven con nuestro devenir. Noticias, experiencias propias y ajenas, constantemente nos hablan del mal, del odio y de la muerte.
¿Destino o Providencia’, ¿alguien trascendente juega a los dados?, ¿es la simple libertad y casualidad?, accidentes, enfermedades, guerras, psicópatas o el simple azar, aparecen en nuestra vida. Aquí los enfrentamos, con optimismo, historia e ideas.
1.- El mal…
La historia y evolución del concepto “El Mal” es fascinante, misteriosa e intensa. Bien sea desde la teología, desde la psicología social o psiquiatría o desde la criminología, existen múltiples puntos de vista para intentar responder a la pregunta ¿qué es el mal?
En 1994, luego de recibir un curso monográfico con el P. Juan Antonio Estrada s.j. en la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA) escribí un ensayo titulado: “El problema del mal y el mal como problema”. Aquí estudiamos las tradiciones arquetípicas y sagas míticas, los símbolos bíblicos del mal, la evolución del mal (pecado, mancha o falta) y la historia teológica en toda su amplitud.
Los mitos de caída y tragedia, desde la serpiente y Eva, pasando por Caín hasta llegar al libro de Job y su Leviatán, el mal es un hilo conductor de la historia humana. La preocupación siempre recae en la responsabilidad divina; en efecto, si hay un dios que es creador de todo, también creó el mal, o al menos, en su omnisciencia, sabía lo que iba a suceder, ¿por qué no lo evitó?
Desde el neoplatonismo dual y en contra posición a los Pelagianos, Agustín de Hipona, presenta el mal como contraposición del bien, como una carencia o ausencia de bien; el mal consiste en una disminución de perfección, y esta tiene un carácter pedagógico: para conocer el bien. Agustín busca exculpar a Dios desde tres puntos de vista: metafísico-ontológico, moral y físico. Al final crea el concepto de “pecado de original” como argumento concupiscente (Adversio a Deo et convertio ad creatura) y con ello se estigmatiza la sexualidad (Sarx). A la iglesia le queda un cabo suelto: la madre de Jesús, concebida “sin pecado original”, por lo tanto, no era sujeta de una consecuencia fundamental: la muerte. El problema teológico de la dormitio – koimesis– se resolvió –desde 1849- hasta 1950 con el dogma de la asunción (Munificentissimus Deus).
En el Nuevo Testamento aparece el espíritu del mal, demonio o príncipe del mal, desde las tradiciones judías. Es un tema que no queda zanjado. La teología Anselmiana continua el debate desde la cristología. Luego desde la teodicea, Leibniz, Hegel y Tehilard du Chardín, estudian el tema desde múltiples perspectivas: Libertad y responsabilidad humana; imperfección del universo; y hominización.
Damos un salto cualitativo en el tiempo y en el enfoque y llegamos a los experimentos de Milgram (Yale, 1963) y de la prisión de Stanford (Zimbardo, 1971). Aquí nos enfrentamos al mal desde la crueldad e irresponsabilidad humana y desde la psicología; como un fenómeno que aplasta el espíritu y como mecanismo de control de poder.
Señala Zimbardo: “Vemos el final de la línea, no vemos el proceso. El mal es un proceso, el ejercer un poder destructivo. Supone ingresar en un terreno resbaladizo, y cuando entras en él no sabes en dónde termina, te haces criminal (Prisión de Abu Ghraib). La mente humana tiene una capacidad infinita para hacernos buenos o crueles, cariñosos o indiferentes, egoístas o generosos, malvados o héroes”.
Una de las principales conclusiones del experimento de la prisión de Stanford es que el poder sutil pero penetrante de una multitud de variables situacionales puede imponerse a la voluntad de resistirse a esta influencia, es decir la maldad creada por la situación, así las personas corrientes son capaces de ser infinitamente buenas o crueles.
Llegamos al campo de la psiquiatría y de las psicopatías, desde la seudología fantástica infantil, pasando por los traumas psicológicos hasta los desórdenes sin retorno o irreversibles. Señala Mel Levine: “El trauma es la causa más evitada, ignorada, negada, peor comprendida y menos tratada del sufrimiento humano”.
Muchos sujetos han vivido experiencias traumáticas en su niñez (temprano, prolongado e impersonal), abusos, violencia, ausencia o desapego maternal; luego han proyectado estas vivencias al maltrato animal; y así llegan a construir una personalidad psicopática que se caracteriza por desregulación crónica del afecto, dificultades en la modulación de la ira, conductas autodestructivas, impulsivas o arriesgadas, episodios disociativos, despersonalización y sadismo, entre otras.
Un patrón crónico de vivencias infantiles frustrantes padecidas de un modo pasivo a manos de otros significativos y que cuando se repiten día tras día durante un determinado número de años, pueden adoptar un significado emocional traumático. Así, el trauma se va formando y organizándose como un recuerdo disociado, fijado o vinculado inadecuadamente de forma adaptativa de tal modo que el cerebro no logra cumplir su función normal de procesamiento.
En síntesis: El mal está ahí, a la vuelta de nuestro entorno como oportunidad negativa o escondido en un rincón de nuestro cerebro; también puede creer o no que hay una influencia maligna trascendente. Como sea, el mal siempre lo protagoniza el ser humano y también lo puede controlar o mitigar desde la ética de la alteridad: evitar daños a terceros.
Sigue siendo válido el precepto socrático de conocerse a sí mismo, de analizar y estudiar los miedos y traumas subyacentes de nuestra historia, nuestras creencias y valores; y sobre todo la capacidad de analizar las consecuencias de nuestras ideas y conductas. Todo lo que hacemos tiene una consecuencia moral, para bien o para mal…
2.- El odio…
El odio (del latín Odium, Odio, Odere= aversión, aborrecer) es sinónimo de hostilidad, resentimiento, rencor, lo cual genera un sentimiento de profunda enemistad y rechazo que puede conducir a diversos niveles de maldad.
El odio es un sentimiento profundo de repulsión hacia alguien o algo que provoca el deseo de producirle un daño o de que le ocurra alguna desgracia. Se trata de un intento interno por rechazar o eliminar aquello que genera un particular disgusto. Inclusive, desde el psicoanálisis, se proyecta como un estado del yo que desea destruir la fuente de su infelicidad.
El odio, como contrario al amor, afecto o estima, alimenta la ira y la hostilidad, pudiendo llegar a límites violentos. En efecto, hay en torno al odio una fauna de conceptos: Misandria, Misantropía, Misoginia, Misoteísmo, así como delitos de odio, discursos de odio y grupos de odio; ejemplos en la historia de la humanidad sobran, desde San Oscar Romero (in Odium Fidei) hasta Luther King Jr. (in Odium Iustitiae), pasando por la masacre de El Mozote o la de los padres jesuitas de la UCA, o tocando las aristas del KKK, Trump, entre muchos otros casos.
En la literatura encontramos el “odium abominationis” como desprecio de alguna cualidad negativa, y “odium inimicitiae”, que se refiere directamente a las personas. Odiar a personas concretas sería algo malo, mientras que odiar conceptos abstractos podría ser menos grave, aunque odio es odio y en la intensidad o métrica las diferencias son imperceptibles.
Existe también el “odio político” que puede surgir de un desprecio, amenazas o peligros. El odio a nivel político ha tenido históricamente gran poder movilizador, precisamente por las vinculaciones con el binomio identidad/alteridad. Los odios públicos buscan causar mal a un colectivo concreto y suelen ser caldo de cultivo para diversas manifestaciones, como los delitos de odio o los genocidios.
El odio es una conducta contagiosa. El odio se aprende y se estimula en la familia. A uno desde niño (a) le enseñan a odiar; nos acostumbramos a odiar a algo o a alguien; odiamos para protegernos o defender nuestros perturbados paradigmas.
El odio nos lleva a la ira, emoción que consiste en la intención de causar un estado de pesar a alguien, como venganza, por un desprecio manifestado o la impresión de haber sufrido una injusticia. Odio, ira, envidia nos remite a una “aversión” que nos puede llevar a progresivas conductas violentas e insensibilidad.
Podemos odiar a los hombres o mujeres, a los ricos o pobres, a los autóctonos, negros, chinos, latinos o caucásicos, a los del otro equipo, a los de la capital, a los de tal cual iglesia, a los de derecha o izquierda, a los progresistas o conservadores. La idea es tener siempre a un enemigo en la mira.
Parece ser que algún nivel de odio define a los individuos y genera marcas de pertenencia social o jerarquías entre mejores o peores. Podríamos afirmar: Dime que odias y te diré quién eres. Inclusive, ahora, con las redes sociales y desde un cómodo anonimato, nos suscribimos a causas digitales de odio y aparecen los “haters” (odiadores de oficio).
Un estudio publicado en la revista Journal of Personality and Social Psychology (Hepler – Albarracín, 2013) muestra que los Haters les importa muy poco el objeto de sus ataques: El odio está en las personas que odian no en el sujeto que lo sufre.
El odio va estimulando el surgimiento de una personalidad narcisista u egocéntrica; a mayores niveles de odio más megalomanía, llegando a estar atrapado en una atmósfera de odio; así el odio exige lealtades –que un grupo odie lo mismo-. También puede haber a la base “complejos” y experiencias traumáticas de la infancia –maltrato, violencia, etc.-
El súper hombre Nietzsche definió el odio como un estado de alerta intelectual, casi de supervivencia: “El hombre de conocimiento debe ser capaz no solo de amar a sus enemigos, sino también de odiar a sus amigos”
Del simple enojo a la feroz antipatía hay tan solo un paso. Todos nos enojamos, pero cada quién decide hasta dónde debe escalar o hasta dónde puede llegar. Como Jano tenemos dos caras: Ternura y odio, una puede prevalecer sobre la otra, la decisión está en nuestra madurez y voluntad.
Parafraseando a Mandela, el odio es como tomar veneno y esperar que mate a tus enemigos, quien lo toma es uno, y ese sentimiento de acrecienta y se revierte. En definitiva, El odio no es más que carencia de imaginación, creatividad e inteligencia, recurrir a lo más básico y reptiliano de nuestra mente para dar una respuesta abyecta…
3.- La muerte…
“Uno siempre muere demasiado pronto o demasiado tarde. Y, sin embargo, la vida está ahí, terminada… “(J.P. Sartre)
Dicen que cuando nacemos ya somos adultos para morir… y que la muerte es nuestra única seguridad histórica; como dirían los existencialistas: «somos seres para la muerte» o en el mejor de los casos, parafraseando a Heidegger, somos «seres-ahí», “seres para la muerte” (Dasein, sein-zum-tode), existiendo, experimentando y desgastándonos. Escribir sobre la vida y la muerte no supone una visión pesimista, sino una reflexión muy realista: esto no va a ser eterno…, y nos permite plantearnos algunas interrogantes.
Aunque nos cueste creer, parafraseando a Octavio Paz, la muerte ilumina nuestra vida; la muerte es intransferible, está ahí como parte de la definición existencialista del sujeto, y debemos acostumbrarnos a ella. En efecto, nacer es a vivir, como vivir es a morir. Somos seres para morir –aunque suene fatalista- Pero también hay una visión presocrática con cierto desdén: “La muerte no es nada para nosotros, porque mientras vivimos, no existe la muerte, y cuando la muerte existe, ya no somos”.
Memento mori («Recuerda que morirás») es una frase latina que recuerda la fugacidad de la vida. Tiene su origen en una peculiar costumbre de la Antigua Roma; cuando un general desfilaba victorioso por las calles de Roma, tras él un personaje se encargaba de recordarle las limitaciones de la naturaleza humana, portando un estandarte que anotaba: Respice post te Hominem te esse memento = Mira tras de ti, recuerda que eres hombre.
Vivimos un momento especial, que tarde o temprano acabará, pero por el momento y debido a la pandemia están falleciendo muchos amigos y seres cercanos; y más que dar pésames, creo que ante un momento tan perplejo sería mejor algunas proponer algunas ideas para procesar este fenómeno tan humano como lo es la muerte.
La muerte –desde la tanatología- es la realidad más democrática que existe. Su aparición no está condicionada al clima, o a la geografía, ni determinada por la edad, la raza, el sexo o la religión. No favorece, ni discrimina. El dinero no la detiene y la pobreza no le produce compasión. Se lleva al genio, al bruto, al corrupto y al puro. A héroes y a tiranos, a los fracasados y a los victoriosos. La muerte se lo lleva todo.
Para platónicos, hegelianos y creyentes la muerte es liberación del espíritu encerrado en la naturaleza, iniciando así el camino a la trascendencia; para los pragmáticos y agnósticos la vida es lo que fue aquí y ahora. Como sea, debemos intentar vivir honestamente, tarde o temprano atravesaremos el umbral de la muerte, porque en la naturaleza de todo hombre, ninguno se escapa de esta suerte.
La pregunta última y fundamental del ser humano –que no solemos hacernos- es ¿vivir para qué?; en términos generales, nos educan para la prosperidad, y dependiendo del contexto en donde nacemos el abanico maniqueo se despliega entre pobreza y riqueza extrema. Pero no solo vivimos para estudiar, trabajar y producir, o para amar o querer, creería –ingenuamente- que a nuestro paso por esta historia y por este planeta deberíamos dejar algo, una especie de huella positiva que vaya más allá de sembrar un árbol, tener un hijo o escribir un libro.
Por un lado, es indiscutible que vivimos para los demás, para la alteridad, y no para nosotros mismos; en efecto, la vida como principio y fundamento y, la muerte como fin último se da y se sufre desde los otros. Nos duele la muerte de familiares y amigos, sentimos su ausencia, sobre todo en circunstancias prematuras, injustas o violentas. La muerte es una seguridad histórica, es cuestión de tiempo y de circunstancias –estar en el momento equivocado-, y esto supondría en cierta medida estar preparados para morir.
Es realmente paradójico que todos nos vamos a morir, el más pobre y el más rico, y más allá de extender un poco la vida con buenos servicios de salud, al final nos espera la muerte en circunstancias símiles; llegamos a este mundo como casi como un misterio genético, y nos vamos de él bajo circunstancias de un natural deterioro.
Hay gente que cree que vino al mundo para hacer dinero, y dice sabiamente Pepe Mujica: «No se compra con dinero, se compra con el tiempo de tu vida que tuviste que gastar para obtener ese dinero…»; hay otros que tienen vocación de redentores, quieren salvarnos a todos; también encontramos sujetos apáticos o indiferentes, que solo viven y no saben por qué ni para qué. La fauna es muy amplia…
La vida se gasta, el tiempo pasa, y algunos amigos se adelantan y no llegan a ese estimado de esperanza de vida de 75 años (27,375 días). La muerte está ahí, al acecho con un repertorio muy amplio: accidentes, enfermedades, homicidios, suicidios, etcétera. Para morir solo hace falta estar vivo.
¿Vivir para qué y por qué…? Hay solo tres tipos de explicaciones religiosas, filosóficas –o metafísicas– y biológicas. Estamos aquí y nos toca vivir; y algunos nos preguntamos sobre el sentido de la vida o qué podemos hacer para que este lugar o escenario en donde estamos sea mejor o lo dejemos mejor que como lo encontramos.
También nos debemos preguntar sobre los diversos niveles o intensidades de la vida; hay gente que vive en condiciones mínimas o precarias, sin agua o alimentación, mientras que otros llegan a este mundo en medio de un caudal de recursos de bienestar; otros construyen lo que tienen; y así llegamos al punto de las desigualdades o diferencias que plantean al menos dos tipos de formas de vivir: humana e inhumana… En el epicentro de esta circunstancia dual se sitúan muchos conflictos y guerras.
Podríamos preguntarnos también sobre el misterio de la «libertad», esa capacidad que nos hace únicos; o sobre la «razón» y todas sus herramientas –memoria, lenguaje, ideas–; y por qué no sobre la «fe» como conector con la trascendencia; y de cómo utilizamos todas estas capacidades para vivir mejor… son muchas preguntas.
Vivir es más que ir a la escuela, a la universidad o al trabajo; y es mucho más que hacer dinero para ahorrarlo o luego gastarlo. Cada quien deberá encontrar su respuesta sobre qué diablos está haciendo aquí y cuál será su legado, y sobre todo cómo aprovechar mejor este tiempo -corto o largo– que tenemos prestado. Los que tenemos hijos se nos hace más fácil responder, pero igual debemos advertir que la vida no se trata simplemente de dejarles un futuro resuelto, educación y una herencia a nuestros descendientes, reduciríamos todo a lo material; y les heredamos ese patrón minimalista: vivir es tener.
Creo que la muerte no nos debe preocupar mucho… ella será y se dará, lo importante es vivir en plenitud, hacer las cosas lo mejor posible, ayudar, compartir, tener un propósito, dejar huella; que seamos de grata recordación para quienes estuvieron cerca de nosotros. Anotó Isabel Allende: “La muerte no existe, la gente sólo muere cuando la olvidan; si puedes recordarme, siempre estaré contigo”.
Por el momento vive y procesa del mejor modo la muerte de tus seres cercanos, era cuestión de tiempo; puede ser un cambio de misión o el menor de los sufrimientos, y como decía García Lorca “si no te preocupaste en nacer tampoco te preocupes en morir”.
¿Conclusiones…?
Cada quién puede reflexionar y sacar sus propias conclusiones; aquí no hay recetas, sino datos, ideas y experiencias. Acudir a la trascendencia Anselmiana o al recalcitrante materialismo histórico, es cosa de cada quién.
Malos, males y bondades plenas siembre habrán; odios y afabilidad también. La muerte es segura, no hay discusión. ¿Qué sigue…? es lo polémico y amplio. Mientras tanto seguimos pensando y disfrutando la vida.
Quizá faltó un párrafo de humor, el mejor antídoto contra todo pesimismo y contra toda teoría conspirativa o divina. Aquí vinimos a disfrutar, a reírnos, a ser felices, a pesar de los demonios, del HIV, del cáncer y de los malos de la historia; a ellos tratémoslo con ironía, seguramente no se darán cuenta que nos pueden privar de todo menos del optimismo.