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Óscar Picardo

Óscar Picardo

El poder como enfermedad

El poder es una capacidad, un mando fáctico, una fuerza impositiva para influir en los demás; puede ser considerado justo o injusto, equilibrado o desequilibrado, capacidad magnánima o enfermedad… 

Para Max Weber, poder es «la probabilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social, aun contra toda resistencia y cualquiera que sea el fundamento de esa probabilidad». Para Bertrand Russell el poder es «la producción de los efectos proyectados sobre otros hombres». Para Norberto Bobbio el poder es «la capacidad de un sujeto de influir, condicionar y determinar el comportamiento de otro individuo». 

A lo largo de la historia de la humanidad hemos leído y observado como muchos líderes políticos que llegan a cargos de gobierno son afectados por el “poder”. El “Síndrome de Hubris” o adicción al poder, no está catalogada como enfermedad sino como condición política-psicológica o una característica de personalidad en determinada situación social. Así, muchas personas que padecen este trastorno, generalmente líderes (empresariales o políticos), se sienten capaces de realizar grandes tareas, creen saberlo todo y que de ellos se esperan grandes cosas, por lo que actúan yendo un poco más allá de la moral ordinaria, señala un reporte de CNN citando al médico británico David Owen quien identificó el trastorno. 

La palabra Hubris proviene del griego hybris y se refiere a la descripción de un acto en el cual un personaje poderoso se comporta con soberbia y arrogancia, con una exagerada autoconfianza que lo lleva a despreciar a las otras personas y a actuar en contra del sentido común. 

En su libro ‘En el poder y en la enfermedad: Enfermedades de jefes de Estado y de Gobierno en los últimos cien años’, David Owen considera que el síndrome de Hubris suele mezclarse, en muchas ocasiones, con el narcisismo y con el trastorno bipolar. 

La enfermedad del poder es un trastorno de conducta, es una especie de “defecto”, una conducta que cambia por cierta distorsión cognitiva. Dicho de otro modo, un trastorno de conducta es la elección “automática” de un perfil de conductas disfuncionales que responden a una forma de ver la realidad parcial, distorsionada, desequilibrada. La mayor parte de los trastornos de conducta se hacen, no se nace con ellos. El cerebro es plástico y aprende con la repetición y el contexto, señala Luis Huete. 

Existen diversos trastornos de conducta vinculados a la enfermedad del poder: El obsesivo, el asocial; adictivo, el histriónico y el narcisista; a la base de ellos hay diversas experiencias de inseguridad, autoestima baja, prácticas de crianza, carencias, etcétera.  

El trastorno del poder suele ubicar en sus manifestaciones patológicas las “carencias”; así, el que llega al poder y antes vivió una situación de austeridad o limitaciones se enloquece gastando recursos; pero el que ha vivido con comodidades suele manifestarse de otra forma, utilizando estrategias más sofisticadas de represión o violencia en sus diversos tipos. 

En otro artículo titulado “La Patología del Poder” de Fernando del Pino, se describen algunos síntomas de la enfermedad, entre los que destacan: Indiferencia a lo que otros piensan; dificultad de conectar intelectual y emocionalmente con las personas con las que uno se relaciona. Frialdad hacia los sentimientos de los demás. Desconexión con el sufrimiento que puedan producir sus decisiones. Decisiones basadas en una lectura desequilibrada de la realidad. Se infravaloran las potenciales consecuencias negativas de las decisiones tomadas y se sobrevalora la probabilidad de las consecuencias positivas de las mismas. Pérdida del sentido del riesgo o de la proporción en el perfil de prioridades con el que se dirige la institución. Instrumentalización de las personas para lograr sus propios fines. Excesivo protagonismo personal apoderándose de méritos ajenos. Tendencia a rodearse de personajes poco independientes intelectual y económicamente, para que no le lleven la contraria. Juicio simplista, estereotipado, de las personas y los acontecimientos. Sobrevaloración de las capacidades personales y de la imagen personal. Conductas desinhibidas. Descoloca a otros en público y privado con humillaciones, salidas de tono, etc.  

La enfermedad del poder va degradando moralmente a la persona, su egoísmo es progresivo y no regresivo; se hace cada vez más intenso y en condiciones desfavorables se vuelve más hostil. Los grandes dictadores o tiranos de la humanidad han vivido ese viaje o ascenso, pasando de ser carismáticos y encantadores hacia una situación perversa, violenta e inhumana. Ejemplos sobran.  

Parece que resulta muy difícil tener una buena capacidad para administrar el poder; no es fácil, se necesita un sólido equipaje moral y ético, y sobre todo sentido de realidad con los pies en la tierra. Lo hemos visto en políticos, empresarios, narcotraficantes, militares y hasta deportistas, terminan convencidos que son semi dioses. 

En una entrevista realizada por la periodista chilena Mónica González el expresidente José “Pepe” Mujica señaló de modo alegórico: “la enfermedad y la sensualidad del poder (…) hay revoluciones que se comen a sus hijos (…) el poder no cambia a las personas, solo revela lo que realmente son…” 

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