Número ISSN |
 2706-5421

RLM
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Rafael Lara Martínez

Professor Emeritus, New Mexico Tech
Desde Comala siempre…

El tabú político del cuerpo humano sexuado

0 La mujer, invención del hombre

En «Catleya luna» (1974) de Salarrué, el capítulo «6.  La Llama» despliega la resolución de la fantasía suprema del personaje principal, Pedro Juan Hidalgo.  Él consigue materializar el «fantasma» de su ideario plástico —»la realidad de lo real»— en un doble cuerpo femenino vivo: Clara y Priscilla Mahogany.  Su ensueño artístico como «pintor de una mujer joven», Selva Mahogany, encuentra a la «mujer ideal».  Es cierto que Pedro Juan se identifica con «el indio de Tunalá».  Pero su destino racial le impone fronteras estrictas a la miscegenación.  El enlace matrimonial entre un hombre blanco y una mujer indígena, viceversa, rebasa los límites imaginarios de la fantasía.  Pedro Juan aplica la teoría «romántica» masculina que —en Milan Kundera («L’insoutenable légèreté de l’être», 1982)— justifica «la persecución de una multitud de mujeres», reales o imaginarias, hasta encontrar dos amantes ideales, moldeadas a su satisfacción carnal y espiritual.   

Por esta razón de estricta endogamia étnica, no sólo las reuniones sociales de Pedro Juan establecen vínculos con un estrato definido —hacendados, jerarquía urbana, estadounidenses, ingenieros en busca de «petróleo», «oro», etc. (véase «4.   Eclipse y corona flamígera» para comprobar quienes asisten a «la amplia terraza de El Farallón» y quienes les sirven, «la servidumbre»).  También la realización de su deseo cobra cuerpo en una mujer que representa el «orgullo de la raza Aria», la cual trasciende hacia «la Raza Humana» en su integridad («9.  Aurora»).   Por decreto viril, Pedro Juan «inventa una mujer a la medida de su deseo».  En efecto, el primer capítulo se intitula «1.  Gestación de Selva», es decir, el germen de la mujer en las entrañas del hombre.  La creatividad humana del artista es de tal magnitud que de su imaginación —de su «costilla» plástica— nace una mujer, réplica de su matriz innovadora.  Luego del año lunar de gravidez, su deseo da a luz a un retrato quien se reencarna en el doble femenino de sus futuras amantes y consortes.   El arte le confisca a la mujer su facultad procreadora, al lograr que ella aparezca a guisa de la avidez masculina.   

1 El misticismo viril con dos mujeres a la vez

Sin embargo, antes de alcanzar ese enlace definitivo, es necesario comentar la manera en que el hombre logra realizar su sueño de poseer dos mujeres a la vez, esto es, adquirir «la dualidad de la luna».  Por su amistad con Amber Mahogany y Soma Morphy —padres de Clara y Priscilla, dos años menor— Pedro Juan entabla una estrecha relación de amistad con ambas hermanas.  Pese a su diferencia de edad, el par representa «gemelas fraternas», en su desdoblamiento complementario.  Desde «En el Desván.  Prefacio» —antes de conocerlas— el narrador anticipa la búsqueda material de varios opuestos complementarios, a saber: «orquídea y rosa, de pétalo y espina, de estrella y pájaro, de Luna y Sol».  Luego las concibe como Lunas dispares: la de Cuzcatlán y la de Danville, Virginia (USA).  Dado el enfoque masculino del narrador, los ideales abstractos se vuelven terrenales en el cuerpo sexuado de las mellizas, ya que la búsqueda junguiana de la «mujer que hay en mí» la concretiza la unión corporal de dos contrarios.  No sólo admite la bisexualidad constitutiva de lo humano, sino proyecta ese doble femenino hacia el exterior.  El espíritu de una mujer —Clara, «Mahogany por dentro»— debe reunirse con el cuerpo de la otra —Priscilla, «Mahogany por fuera»— para alcanzar la totalidad trascendente del varón.  El «orgullo místico» consiste en poseer dos mujeres a la vez, al aplicar la ley de las oposiciones cruzadas.  El cuerpo físico de Priscilla lo corona el espíritu superior de Clara, durante el triángulo amoroso que promueve la mística estelar del varón.  Las «fantasías» viriles se vuelven «realidades» gracias a cuerpo femenino sexuado.   

Así, Pedro Juan declara, «la mitad de mi cuerpo» se reencarna durante el acto sexual con una mujer, de igual manera que «la mitad de mi alma» realiza esa misma misión en la otra mujer.  A este triángulo amoroso y de querencia —Clara-Pedro Juan-Priscilla— los estudios culturales lo llaman «fantasía», ya que «no tienen el valor de penetrar», de revelar la dimensión corporal del ser humano sexuado.  «La realidad de lo real» la ejecuta la materialización femenina del deseo viril que, en su «promiscuidad de laboratorio», engendra una nueva técnica sexual en «ménage à trois».  Para completar el encuentro del triángulo, se necesita regresar al capítulo 6 —aludido al inicio— cuyo título de «llama» entusiasma el cuerpo entero de Pedro Juan, hasta el punto de impulsarlo a lo astral.  El alma de Pedro Juan remo(n)ta en humo durante el coito.   

Primero, «el fantasma» pictórico de Selva lo sustituyen Clara y Priscilla Mahogany, como si la mujer fuese la proyección de lo viril.  «Yo te inventé a ti poco a poco».  En seguida, «el contacto de sus dedos con los cabellos» suscita «la posesión física integral».  «Tu desnudez era mi vino delicioso, eras ya mía y te besaba parte por parte» para «penetrarte…explorarte».  «Hundía entonces su frente en las piernas de la amada».  Luego, «la besaba tiernamente» hasta que «la sinfonía del tacto delicioso» engendra una música espiritual.  Su coro angelical desintegra lo biológico en un sobresalto anímico.  En ese instante de paroxismo sexual, la mujer le entrega al héroe su «cuerpo…a la luz de la luna…abierto».  «La glotonería inocente del buitre sobre su presa» equipara el coito a la depredación.  Como ave de rapiña, «el alma de él parecía volar persiguiendo el alma de ella», en un viaje astral conjunto, celeste y marítimo, en «onda llegando al mar».  El placer sexual equivale al ascenso del «alma» hacia el empíreo —viceversa, al descenso marítimo hacia el origen— el cual ocurre de manera simultánea al arrebato sensual y a la eyaculación.   

Casi en paráfrasis bíblica, Pedro Juan concibe la sexualidad como «existir en la luz, vibrar en la garganta del Verbo» (Logos), ya que «el beso de Selva le unía a Dios para hacerle…omnipotente y ubicuo».  En ese momento, «Pedro Juan se llevaba abrazadas por la cintura a las dos hermanas semi-desnudas», mientras en el mar «sus cuerpecitos minúsculos se retorcían…entretejiéndose unos con otros…con mucho de llama de hoguera».  Sólo el permanente tabú por examinar el papel político del cuerpo humano elimina toda reflexión al respecto, para aislar el espíritu de la materialidad terrenal que lo contiene en su envase físico y material.  No en vano, de la cópula misma retoña la poesía «como una flor humana» (Anthos, Xóchitl, Xuchit), «flor exuberante», «hermosa y suculenta» en el emblema nacional de «la flor de izote», esto es, en la literatura misma.  Como lo anticipa el capítulo «El milagro» de «El señor de la burbuja» (1927), «la comunión de los sexos» no constituye un verdadero problema social sino para quienes confunden «la carne (flesh)» con «la carne (meat) para comer», lo cual implica convertir la «armoniosa correspondencia» en «matar».   

La relación de amor y querencia de Pedro Juan y las hermanas culmina en el «matrimonio».  Empero, el «matrimonio» no identifica un sinónimo de la «boda» o del «casamiento».  En cambio, el capítulo conclusivo —»9.  Aurora»— lo enlaza a su sentido social e institucional.  «Matrimonio» significa el volverse madre (matrem, mater) de la mujer, contrapuesto al patrimonio artístico o dote financiera masculina.  Por ello, como Priscilla «era mujer estéril» se halla obligada a retirarse de sus obligaciones de esposa —»de amante deliciosa» y luego de «esposa maravillosa»— hasta recluirse en un «convento».   Gracias a esta transformación de identidad —»no puedo ser ni Selva, ni Priscilla, ni Mahogany ya más.  Seré Sor Aurora»— el cuerpo físico se alza en espíritu de «monja artista» (para el derecho viril de casarse varias veces, al «declara(r) estéril» a la mujer, léase: «La tristeza de Ulusú-Nasar»).   

Al concluir el «divorcio por mutuo asentimiento», la «aristocracia» de los Mahogany se encuentra en peligro de extinción.  De claudicar su destino materno —socialmente impuesto— Clara castigaría a su estirpe de completar un destino apocalíptico semejante al de la familia Buendía en «Cien años de soledad» (1967) de Gabriel García Márquez.  Para evitar este descalabro, se vuelve «una mujer de carne y hueso», genera «un nuevo amor», hasta procrear con Pedro Juan al «nieto Dan» que alegra la vejez de Amber Mahogany.  Al revés de su hermana, su espíritu interior desciende hacia la multiplicación terrenal de la especie, la «perpetuación de la especie».  En la mujer que predomina el cuerpo sucede «uno de esos extraordinarios sucesos místicos»; en la hembra que sobresale el alma se encarna la «gravitación rítmica».  En Priscilla, la materia se suelda al espíritu como en Clara el alma, al cuerpo, gracias a la mediación carnal y artística de Pedro Juan (léase «El milagro de Hiaradina» para una oposición cruzada semejante).  This doble binding is the happy ending.   

2 El 32 en el 74, fronteras de género

 Fuera de todo comentario sobre el desfase espaciotemporal del testimonio, arraigado en la biblioteca del autor —»La epopeya de los Izalcos», sin voz en náhuat ni liderazgo de Farabundo Martí (de Izalco, 1932 a San Salvador, 1974; «el supuesto líder de aquella contienda», cuya teoría «marxista» se basa en la «sed de justicia», el «sacrificio», la «fe»…)— «Catleya luna» nos enseña a indagar la presencia del cuerpo humano sexuado.  A esa esfera las CCSS la llaman «fantasía», es decir, descartan todo análisis del deseo carnal masculino.  Salvo de descubrir la verdadera Comala —poblada de almas en pena o sin pena, seres incorpóreos— Pedro Juan testifica el enlace entrañable entre la cópula sexual y el hondo ascenso celestial del espíritu (para la mezcla mito-poética náhuat al arbitrio del autor, consúltese cómo las anécdotas personales, las referencias a las cofradías, la revuelta «bajo la lluvia de ceniza», dirigida por «jefes indios», las expresa «el fraude…de un marco literario» tolteca («Quetzalcoatl»), mexica («zonpantli; Tlaloc…»), yucateca («Itzama»), quiché  («Cabracán»), atlante, franciscana colonial («Quetzalcoatl = Cristo»), etc.). 

Este doble vínculo —hombre-mujer; cuerpo-alma— perpetúa la especie sin cuestionar las fronteras étnicas y raciales infranqueables que censuran la miscegenación (consúltese el capítulo «5.  Aguas turbias» para el asesinato/muerte «misterioso» de María Elena, «amante solapada del hijo del Dr. Najarro, el patrón», y símbolo de la Tierra).  Además, si el varón se permite el triángulo amoroso-querencial con dos mujeres, la convención social le predestina a la hembra su calidad materna.  Una hembra semejante representa la «personificación de la costa misma».  Y el encierro político de la «muerta con cola de otros muertos» anticipa la «revuelta» que los «agentes comunistas habían precipitado».  Igual de trágico, resulta el destino que el derecho de pernada le impone a «la india a ser el petatillo en un mercado negro, de esclavitud…a entregarse, a dejarse poseer del blanco y del mestizo», hasta reconfigurar su comunidad de ‘nuevos hijos» ilegítimos. 

La narrativa de «El señor de la burbuja» (1927) confirma la posición secundaria de la mujer quien actúa como «sirvienta» o, al sentarse al lado del hombre, permanece pasiva al escuchar la discusión filosófica viril.  En «la interrumpida polémica» filosófica,  casi sólo se escucha «un murmullo de voces de hombres…con giros de charla saboreada» («La visita»), mientras «las mujeres aprobaron cabeceándose unas a otras como gansos» («El milagro»).  Ella encarna el estereotipo de «los cambios más que frecuentes» de opinión a semejanza de «las modas femeninas», ante la entereza mística viril («Divagaciones en la noche»).   

Al triple lindero —étnico, racial y social— «el estilo de los veinte años» (1919) —escrito «entre los cuarenta y los cincuenta y cinco» (1939-1954)— en 1974 su edición certifica en escritura notarial que la noción de género alza una muralla tortuosa entre el matrimonio y el patrimonio, entre el derecho femenino en el área doméstica y el derecho masculino en la esfera pública.  El capítulo «9.  Aurora» no sólo confirma que la mujer retoña «en las entrañas» del hombre, hasta florecer al exterior, sino su papel social la destina al «teje y maneje del hogar».  Al recordar su propia infancia, en el exilio de su propia tierra, Pedro Juan testifica que sólo «mi madre fue…la raíz…siempre a mi lado», ya que el padre ausente queda en el silencio de toda responsabilidad familiar. 

3 Sexualidad (Tlalticpacayotl) y conocimiento 

Al hablar de la totalidad, las Ciencias Sociales repiten el precepto literario de organizar una «selección estética…de hechos» a su arbitrio objetivo.  De «las cosas que suceden en la superficie de la tierra» o sexualidad (Tlalticpacayotl)», queda por comentar el tabú del travestismo, como transformación de los opuestos binarios (https://gdn.iib.unam.mx).  «En el instante de las afirmaciones sexuales» (Hugo Lindo, «Prólogo» a «Obras Escogidas», 1969), «Íngrimo» «revela…mi verdadera identidad…tener que volver a ser señorita…apenada de ser tan hombre…si me pongo un traje de mujer…me voy a mariposear».  Sólo durante una época anterior a la teoría de género (-hombre-conversión/travestismo-mujer-), la crítica literaria salvadoreña se atreve a hablar de género (gender) que hoy lo confunde con el género (genre) poético, por su homónimo en español.  Por esta confluencia de categorías, el presente ignora en que medida el debate racional recicla la dualidad masculina que le otorga la Verdad al «heroico y activo» (Tecuilonti), así como el error al «afeminado y pasivo» (Cuiloni), en calco de la lengua coloquial salvadoreña («Monte arriba», inicio de «El señor de la burbuja», 1927). 

En resumen, Pedro Juan nos revela un antiguo concepto de la sexualidad que, para el hombre, vincula esta experiencia no sólo a la reproducción ni al placer, sino al conocimiento empírico —corporal y tangible— de la materialidad en la cual vivimos.  Como preludio del viaje astral y del «Príncipe Romántico», su vivencia terrena abre el camino a la abstracción estética, ética y filosófica, cuyos conceptos teóricos el castellano los expresa en el género femenino que el hombre captura, sexual y espiritualmente.  

"No eran dos mujeres diferentes, sino una sola", cuya "cabellera" oscila del "color caoba sombría...tinte dorado-cobrizo" al "sedoso y rubio".

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