Rafael Lara Martínez
Professor Emeritus, New Mexico Tech
rafael.laramartinez@nmt.edu
Desde Comala siempre…
El Yo (Self) polifacético / Lección xinca
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- , Cultura
A Federico Paredes Umaña (1979-2023), cuya memoria inspira este ensayo.
Mu-weriki ji-na’ ‘ayala pari, el sol habla con la luna = su/él-hablar compañía-esa/ella Mujer/Luna Sol.
- Idioma marginal
Desde una perspectiva xinca, la memoria histórica solo re-Cuerda el legado que «realiza en su interior» —pata xama, realizar interior, recordar, pensar—, y olvida toda herencia ancestral que «pierde en su interior», yiwa xama, perder interior, olvidar…
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Tal cual sucede con los otros idiomas ancestrales de El Salvador, el xinca certifica su completa exclusión del legado nacional hasta el presente. En verdad, en un rincón geográfico hacia la costa limítrofe de Ahuachapán, su situación resulta marginal y controvertida. Mientras el náhuat se halla en revitalización —pero sin múltiples nichos universitarios estables y la «Cuna náhuat» en peligro (J. Lemus, FFg, 02/2023)—, el xinca permanece en el silencio absoluto. Es cierto que se duda de su presencia en el territorio nacional, como si Las Chinamas y La Hachadura se hallaran cerradas a su paso desde la antigüedad mesoamericana. Las aduanas retienen esa población en Santa Rosa, Jutiapa, al sur de Jalapa y al oeste de Escuintla. El río (La) Paz ya ejerce su función limítrofe desde antaño según algunas investigaciones, mientras otras extienden su presencia hacia la costa del Pacífico salvadoreño, por «las regiones cálidas de la costa del mar del sur» (véase mapa al final).
Si la población xinca no participa en las «esculturas de Jaguar» ni en el «sistema de tuberías de cerámica» de la arquitectura de Cara Sucia —ciudad construida en el pre-clásico (desde 800-500 a. C.)—, se debe quizás a su antigua intuición que vincula la arqueología científica con la arqueología artística del saber (S. Perrot-Minnot, «Cara Sucia», 2009). Desde esa época temprana, el xinca intuiría «los miedos que nos provoca ser salvadoreñas» (Rosarlin Hernández, «La capa de espinas», EF, 03/2023), ya que ese sitio testimonia el «saqueo» y la «tragedia cultural» del terruño (Perrot-Minnot). Tal vez las «esculturas de espigadas» predicen la «capa de espina» que atestiguan la constante emigración, desde «el clásico temprano» (200-600 d. C.) en la «relativa despoblación» de esa zona hasta el presente opaco (S. H. Boggs, «Las esculturas espigadas»; 1976; Perrot-Minnot). La caída de Cara Sucia en el siglo X vaticina el rechazo actual a incorporar la diversidad como fundación de una identidad nacional. Preludio del «Éxodo», el «abandono» de Cara Sucia transcribe el «Génesis» de un encierro migratorio que permite preservar la cultura regional en un rincón milenario prometido. A ciencia cierta, se ignora la lengua materna que abandona esa ciudad y vaticina la diáspora como rasgo singular de la identidad (véase también: San Benito, Mochizalco, etc., municipio de San Francisco Menéndez, J. Lardé y Larín, «El Salvador», 1957).
Pero, con mayor razón, esa misma duda del xinca, idioma salvadoreño, se aplica a la presunta «lengua maya». Sin análisis de su verdadero arraigo —poqomam y ch’ortí’—, se vindica por el prestigio de una civilización clásica. Hasta 2023 no se le(s) otorga un derecho a las tierras ancestrales ni una presencia académica a su cultura regional. Interesa que la gloria pretérita legitime el presente, por lo cual sin esa fama el xinca queda en el silencio. Representa una etnia carente del mismo esplendor que la maya antigua a apropiarse por obvios objetivos políticos. Resulta difícil justificar que «el camino real para El Salvador» obstruya el paso de esa mal llamada «gente ruda y viril [verdaderos Pupuluca], celosa de conservar su aislamiento…para…conservar su idioma», quienes tal vez se diseminan hasta «Jayantique en El Salvador» (Eustorjio Calderón, «Estudios lingüísticos», 1908). Pero, seguramente «extendíanse hasta Coaxtlán (Kuxkatan) y todavía en el siglo XVI se les veía en.…San Salvador» (ídem). Es posible que «represent(e)n el núcleo de la población más antiguo de la región» —»asentado(s) durante el primer período preclásico (1500-600 a.C.)»—, que se extiende «desde el río los Esclavos…hasta el Chilama» (F. de Solano, «Población de El Salvador, 1772», 1970). Su frontera occidental —»los esclavos»— define la opresión xinca.
En hipótesis contraria, al considerar un «error» pensar la presencia xinca en el territorio salvadoreño actual, debe concluirse que se ignora también el arraigo poqomam y ch’ortí’. Por tanto, la historia lingüística del occidente del país comienza hacia el 700-900 d.C, con la llegada del náhuat (Lyle Campbell, «Las lenguas indígenas de El Salvador», 2022). «No se sabe a quiénes…desplaza…el náhuat al llegar a El Salvador». Solo se reconocería una pequeña comarca ch’ortí’ hacia «Chalatenango y Tejutla», pero no hay transcripción directa de su idioma en las crónicas coloniales. Habría una interrogante sin resolución que deja siempre pendiente averiguar cuáles idiomas se hablan antes de esas fechas tardías. La historia lingüística comienza con un vacío ancestral. Esta perspectiva no solo hace del pretérito una tabula rasa sin arbitrariedad. La búsqueda infructuosa de lo xinca la redobla lo maya casi ausente. Esta interrogante denota el anhelo profundo por negar la orfandad y la soledad sin palabras, que recubren la mitad del territorio nacional durante siglos de historia, es decir, antes del 700-900 d.C.
Otros estudios juzgan de pura «especulación» la presencia xinca milenaria en Mesoamérica sin aclarar su origen (Ch. Rogers, «Comparative Grammar of Xinca», 2010). De comprobar la existencia de un terruño sin lenguas maternas por siglos, el silencio nubla los sitios arqueológicos cuyos artefactos mudos le heredan una página en blanco al presente. Así, el presente acomoda e inventa tradiciones milenarias según su proyecto de identidad nacional. En el olvido, solo el oriente certificaría la presencia del lenca y del cacaopera como idiomas milenarios. Hasta el 700-900 d.C., el occidente salvadoreño representaría un terreno baldío en el cual las palabras actuales nombran a su arbitrio los hechos difuntos del pretérito ajeno.
Donde las piedras lloran, nadie transcribe su llanto ni tapixca (Logos, ‘Etaka) la llovizna de las lágrimas, guías del Jaguar hacia la Mar del Sur. Solo la arena (Xija) resguarda su presencia, ya que a ella la nutre la fuerza vital del Sol (Pari) y la Luna (‘Ayala)…
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Como idioma marginado, desde su presencia mesoamericana, parecería que el antiguo calificativo náhuatl hacia una lengua extraña a la familia maya —»Nonoalca-Xulpiti, mudo idiota»— aún lo aplican la historia y la filosofía actual al referir la identidad nacional. Ya se sabe que incluso el arquetipo de la revuelta indígena —Anastasio Aquino (1833), nonohualca/nonualco de distinta raigambre—, carece de voz en la lengua materna. Con mayor razón, lo xinca no tiene cabida en los estudios culturales, por su falta de pertenencia étnica al canon literario monolingüe. En ese rincón del Pacífico —hoy departamento de Ahuachapán—, no habría huella de su legado ancestral, debido a ser «desplazados» hacia el «(o)este, a ambos lados de la frontera actual». Arrinconado al norte por «los kaqchikel en el post-clásico y la conquista, quienes controlan el cacao», los «náhuat al este», otros grupos mayas al oeste, el poqomam, ch’ortí’ en el norte, luego sobrecargados por la invasión española y la independencia criolla, su estatuto subalterno resulta tan antiguo como su posición geográfica (ante todo véase: Frauke Sachse, «Descripción reconstructiva de la gramática xinca del siglo XVIII», 2010).
Dicen —yo no sé— que ellos «construyen Chalchuapa» como simples «albañiles», antes de ser «empujados al sur por los poqom-maya, hacia el corredor del Pacífico», en correlación quizás con el auge de Cara Sucia (Sachse). Su dependencia cultural la confirman el «vocabulario relacionado a la agricultura de subsistencia», los múltiples «préstamos de los idiomas mayas orientales y occidentales» que los definen como «cazadores de pájaros», al igual que los «préstamos de los mayas occidentales» de quienes proviene el «vocabulario de conflicto, destrucción u opresión» (Sachse). Las referencias antiguas insisten en que «los invasores mayas, quiché y azteca (náhuat)» les inculcan «los primeros conocimientos de la agricultura» (Calderón). Pero se dudaría que su aritmética calque el número cinco (5) de la mano, «pij/pu’, mano», y el veinte (20) del cuerpo humano, «kal-frak/’ikalh-jurak, un-veinte/hombre», como si los «hijos de la mano —na’u-pu’— y los del pie —na’u-wapi— fuesen características anatómicas de sus vecinos.
Los xincas estarían «involucrados en la caza y las guerras como vasallos y esclavos» (Sachse). Uno de sus nombres —dicen también— deriva del náhuatl «¢inaka + mekayo-tl, linaje de los murciélagos»: «Sinacamecayo». A la lectura de averiguar la simbología oculta de ese término que mi ignorancia desconoce. Destaca que del sustantivo «tzinaca(n), murciélago (que muerde)» se deriva el verbo «tzinacahuia, fabricar el fondo de una cesta de juncos», así como «mecayotl, linaje» engendra «mecayotia, rodear de una cuerda, meter una trenza, un cordón». Desde antaño, el uso del maguey (‘ararak) para elaborar el tejido de la jarcia valida una de sus labores tradicionales que vincula el textil al texto y la artesanía al arte. Si el Parque Nacional El Imposible hospeda a esas especies —hoy amenazadas— aún resultaría una simple coincidencia con el nombre que le atribuyen por su labor.
A la opresión ancestral se agrega su ladinización temprana desde el siglo XVIII, la cual la remata la «venta de las tierras comunales» que desintegra la base territorial de las comunidades indígenas e incentiva el «individualismo» y la «pérdida lingüística» (Sachse). Así se disuelve el «calpul», los «barrios» en su alianza comunitaria de ayuda mutua. Reconocidos por su «desnudez» hasta la edad del casamiento, tal vez «Jaraguá» en la Barra de Santiago ofrezca la persistencia de la memoria, al compartir con ellos su «rudeza» de campisto (N. Rodríguez Ruiz, 1950 y Calderón). No en vano, alrededor de su vestido original, la placenta y el cordón umbilical, se esparcen los «chaparrales» y la «pandilla (mara) de urracas» que guardan el recuerdo de su huida migratoria. En esa diseminación placentaria —como andrajos primordiales—, su nomadismo anticipa la experiencia femenina actual de los «viajes migrantes» hacia el norte (P. Montes, «Motivos por los que migran las mujeres», EF, 14/03/2003). Pese a sufrir esa opresión sinfín, se desconoce cómo su saber (sophos) ancestral guarda una filiación (philos) certera con la filosofía salvadoreña que clama por una liberación del oprimido sin lengua materna.
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Al anonimato de su labor arquitectónica se agrega la incertidumbre de su filiación lingüística. Los múltiples préstamos de todas las lenguas que lo rodean generan controversias insolubles sobre su origen. Las hipótesis se dispersan desde su arraigo milenario —pre-maya y pre-náhuat—, hasta su migración más reciente. A ciencia cierta, se desconoce la familia lingüística a la cual pertenece y quizás clasifique como idioma aislado, en la orfandad mesoamericana. Carece del prestigio de lo maya, de la extensión del náhuat y del lenca, así como del poder nacional del castellano. No en vano, dicen también, los hablantes de xinca califican erróneamente como «verdaderos popoluca», es decir «tosco», bárbaro, aislado» y, tal vez, «el núcleo de población más antiguo de la región…desde el preclásico (1500-600 a. C.), antes de sufrir el embate de los proto-mayas, mayas y náhuat» (Sachse). La existencia de topónimos xinca orales para denominar los pueblos con nombres en otros idiomas vecinos certifica su carácter subalterno a reconocer oficialmente.
Por eso, dicen que Ixhuatán se llama, Xian-piya, en la hoja; Tepeaco, Tajti Xami-piya, llano en la hoja; Chiquimulilla, Tz’eje; Taxisco, Kuku, Ayampuc en referencia a la serpiente, etc. Pese al «etnocidio estadístico» y territorial —reducción oficial de su número y terruño— «el apego espiritual» a los ecosistemas tradicionales lo demuestra el recuerdo de los dueños de los cerros, montañas y quebradas en su dualidad. Destaca la serpiente —’ampuki— como guardiana del entorno natural la Siguanaba, protectora de los ríos y el Duende Comiturri, quien extrae el maíz del cerro. La bondad del terruño hacia el ser humano se lo otorga «hablar el antiguo idioma» como «acceso a una vida plena». Obviamente, no puede faltar la importancia de las fases de la Luna-Mujer (‘ayala; mola) quien rige la (re)producción natural y la humana (Claudia Dary F., «Los xincas», 2014). Asimismo, la gastronomía xinca lo establece en su terruño como «hombres de chipilín (jarak’u)», regida por «el calendario de la religiosidad popular» y por la revolución sinódica del año (Claudia Dary Fuentes, «Cultura xinca», 2016).
Así, el xinca testimonia el lapso entre su arraigo como población antigua a la toponimia actual que coloniza su territorio para empañar su presencia. Pero, según el idioma, el terruño no pierde el carácter de archivo que Moktesi‘mi y Tekuanes —guías hacia la armonía entre la comunidad y el ecosistema— descifran sin dificultad, aun si las bibliotecas nacionales le niegan un simple estante. Este 21 de febrero de 2023, el silencio de su legado certifica cómo el olvido complementa siempre el deseo más ferviente de la memoria histórica. Aún no se concibe que los idiomas regionales exhiben una cartografía compleja de los hábitats que sostienen la vida comunitaria, a la vez que el derecho comunal a las tierras ancestrales otorga la «cohesión social» de las comunidades. La lección xinca obliga a reconocer que la verdadera revitalización implica un triángulo nocional en el cual la lengua enlaza la tierra a la cultura, esto es, Tierra-Idioma-Cultura:
En definitiva, si «la historia no ha sido generosa con los dictadores» (Héctor Lindo, EDH, 11/03/2023), tampoco su escritura les ofrece una gran hospitalidad a los idiomas ancestrales que excluye sin cese, de las academias bibliotecas y museos desde 1821 hasta 2023. De lo contrario, el legado lingüístico indígena recibiría una atención tan notable como el respeto que la investigación científica le otorga a los «héroes de la pluma». Por convención historiográfica, solo la literatura monolingüe en castellano contribuye a forjar la identidad nacional salvadoreña. A este respecto, existe una diferencia radical entre los ejes conductores de la investigación —la tierra, el idioma y los astros como articulación de la cultura xinca— y el silencio de ese vínculo revitalizador en El Salvador.
El debate actual contrapone dos hipótesis sobre su origen. La primera clasifica al xinca como idioma originario antes de la expansión de los idiomas mayas y de la llegada del náhuat, quienes restringen su territorio ancestral; la otra lo percibe como inmigrantes de un lugar desconocido durante el post-clásico. Resulta paradójico que «la cultura Cotzumalguapa» se extienda por Escuintla, «la costa pacífica central de Guatemala y las adyacentes de El Salvador», mientras el xinca permanece arrinconado sin traspasar la frontera salvadoreña, carentes de visa (R. Moraga, E. Mencos, Ph. Costa y S. Perrot-Minnot, «Cara Sucia y Cotzumalguapa», 2010). Si las Cabezas de Jaguar respetan las fronteras nacionales, también queda en suspenso.
La duda más profunda sobre el legado xinca en el territorio salvadoreño actual cuestiona la presencia poqomam y restringe el ch’ortí’ a una pequeña comarca (Campbell). El occidente sería una región casi vacía de lenguas maternas antes de la llegada de los náhuat. De validar esta hipótesis, las raíces culturales del occidente salvadoreño definen la reclusión xinca sin derecho de entrada, la orfandad primigenia y la migración náhuat fundacional de lo salvadoreño. En revolución sinódica, no extraña que la poética deduzca el encierro y la soledad migrante como pilares de una identidad que cada generación vive en carne propia (véase: R. Azcúnaga, «Periodización de las lenguas indígenas», S/f, quien certifica al occidente salvadoreña como tierra baldía antes de loa náhuat, salvo «los pocomames y chortíes al oeste» y un «popoloca» oscuro por su carácter despectivo clásico).
A continuar: sección lingüística…