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 2706-5421

Diseño sin título-26
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Rafael Lara-Martínez

Professor Emeritus, New Mexico Tech
rafael.laramartinez@nmt.edu
Desde Comala siempre…

En el nombre del padre violento, el legado de la hija ilegítima…

La breve novela «Cuentos salvajes.  Alicia y la vencedora, Santa Ana, 1946-1967» de Tania Primavera, narra veintiún (21) años de la biografía de una joven santaneca.  Su testimonio revela aristas fundamentales para entender la vida doméstica durante esa mitad del siglo XX.  El nombre propio no traslada «Alicia en el país de las maravillas» hacia el trópico húmedo.  En cambio, en un nuevo hábitat, Alicia vive en «el país de la pareja familiar que no había», «del par que no había» ni en su infancia ni en su adolescencia, carentes de cariño y de amor. 

El relato prosigue un trayecto circular, ya que la línea cronológica siempre la inicia el recuerdo presente (1967) durante la recolección (Logos, 2023) del pretérito (1946).  A menudo selectiva, la presencia del pasado inscribe el inicio de su propia sucesión que, sin asombro, termina en el mismo punto de partida actual: (2023)-1967-1946-1967.  Mientras el testimonio consagrado de la guerra civil denuncia la violación de los derechos humanos y la idea de una revolución social liberadora, obsoleta ahora, Alicia atestigua que de esa revolución solo permanece vigente su sentido original de giro astral y sinódico.  El eterno retorno de lo mismo restaura la violencia patriarcal que ella resume al inicio y sufre en la conclusión.

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Alicia nace de un amorío sin amor que se juzga «lo normal».  En silencio en la novela, su nombre reconocido —derecho de pernada—, atestigua cómo una institución feudal permanece vigente en El Salvador al menos hasta mediados del siglo XX.  Su padre es un hacendado quien posee varios latifundios alrededor de la pequeña propiedad de su abuela.  Ahí vive su madre, campesina adolescente que se somete a ese derecho consuetudinario el cual afecta a múltiples muchachas sin nombre.  La progenie ilegítima de un poderoso hacendado se multiplica en el olvido, ya que el padre solo reconoce a sus «dos hijos» quienes años después estudian en Nuevo Orleans gracias a su apoyo financiero.  Acaso la demás descendencia —sin el Nombre-del-Padre—, constituye el afamado clientelismo político que sustenta el poder político del hacendado.  Quizás.

Luego del abandono inmediato de su joven madre, apenas de dieciséis años, Alicia vive con su abuela quien la cría hasta que, cercana a su muerte, la deposita en la casa del padre autoritario en 1953.  En efecto, en él se reúnen múltiples sentidos de la palabra padre/pater que no siempre se reconocen como tales, en su origen único.  Sin embargo, Alicia los vive en carne propia en ese «país donde la paridad no había».  El padre dirige la patria regida por el poder dictatorial, mientras la madre permanece encerrada en el hogar sin voz ni voto.  En seguida, él mismo decide la herencia de su patrimonio —de seguro hacia los varones legítimos—, mientras la madre solitaria honra el matrimonio de nuevo en el encierro doméstico.  También, el padre se inviste de patrón en el doble sentido de dictar la ley y de ofrecer el esquema único de las cosas en medida del mundo.  Bajo su dominio, mando y pertenencia, se congrega la autoridad en el hogar con la obediencia doméstica de quienes conviven en su domicilio.  Por ese dictamen patriarcal, quienes infringen la ley sufren la expatriación, tal cual le sucede a Alicia a sus veintiún años.  Basta salir de casa sin previo aviso ni permiso, para ser acusada de «prostituta» y obligada a vivir en la calles sin abrigo. La orden patriarcal dirige la razón jerárquica doméstica.  El trío Patria-Patrimonio-Patrón lo completa la terna Dominio-Domicilio-Doméstico. 

Ese par de triunviratos forja la tradición doméstica que Alicia debe aceptar para que su padre no la maltrate con tanta vehemencia. Sobre ella descarga su ira incontrolable pese a toda inocencia.  Nunca le pide perdón por las palizas injustificadas ni por los ataques a mano armada, sea cuchilla o pistola contra esa niña indefensa. Toda agresión paterna la justifica su autoridad. Por esta prerrogativa —réplica del derecho de pernada señorial—, el padre le lanza «tiros de pistola» debido a los perros que desbaratan «el semillero de cafetos»; le propicia «castigo corporal» y le lanza «hielo» porque un sirviente le roba la alcancía que reclama suya; la golpea a medianoche sin razón alguna y le alza el cuchillo por llegar tarde de la escuela debido a un contratiempo. 

El padre atiza su cólera irrefrenable contra la única hija ilegítima que acepta en casa, mientras los dos varones gozan del apoyo financiero y de su autonomía gracias a la doble calidad legítima masculina. Solo unos breves interludios de alegría conjunta interrumpen la agresividad paterna.  Alicia se deleita del paseo familiar al Cerro Verde, al observar los últimos fulgores de lava del Izalco, antes de su apagón.  Durante una tormenta, la llegada repentina de un pichiche mitiga el llanto y quizás la «aflicción» por la primera sangre menstrual que lava hasta informarse de su ritmo.  También disfruta de las procesiones de Semana Santa en Sonsonate, así como de la romería a Esquipulas. 

Sin embargo, estos atisbos de regocijo y religiosidad no logran opacar el furor irracional que rige la vida doméstica. Su paradoja conjuga esa «casa con capilla» —donde Alicia reza sin cese, pese a su «pérdida de fe»—, e intentos de «suicidio» con los «insultos» paternos y el cincho que tatúa la ley masculina en su cuerpo adolorido. En vano, recibe la gratitud de su madrastra, ya que la condición femenina la excluye de solventar la violencia viril del marido hacia Alicia. Debe aceptarla con resignación y, a lo sumo, rezar para sublimar su ánimo marchito.  Ante la ausencia femenina de voz y de voto en la esfera de lo político, la oración disipa esa falta irremediable al ofrecer un consuelo en el encierro. 

De esos veintiún años, los recuerdos más gratos se lo otorgan sus tentativas de escape como trapecista en un circo, la corta del café con la llegada de chalatecos y, al cabo, su reclusión en un colegio de monjas. Aun ahí, su vida de «pensionista» no interrumpe el «acoso sexual» —término legal inédito en la época—, que sufre de un «cura (pater) pizpireto» y el «castigo de las monjas» por no regresar a ese lugar sagrado del acecho. En ese colegio aprende que las presuntas leyendas —»el cura (pater) sin cabeza», «la monja con piano a medianoche»—, expresan tabúes disfrazados, ya que la historiografía rechaza hablar de temáticas sensibles, tal cual el carácter político del cuerpo humano sexuado. 

Siempre pervive en el recuerdo el desdén del padre (pater) durante su vida de estudiante y la total falta de cariño. Acaso si no acepta el claustro como alternativa de salvación contra la violencia doméstica, es porque los pájaros le aconsejan la libertad del vuelo en su canto poético. En efecto, ella misma libera las aves que su padre aprisiona en el hogar, en metáfora transparente de la ley estricta que le dicta su conducta de joven adolescente.  Solo gracias al canto llamativo de la poesía le resulta posible alcanzar su libertad individual como mujer que acarrea la Matria ideal en sí misma. En ese instante liberador, Alicia logra quizás que su flor de primavera produzca por fin el fruto de un verano adulto y luminoso, en vez de esparcir pétalos marchitos sin esperanza de retoño. 

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Tania Primavera renueva el testimonio al abrirle un cauce temático ignorado por su consagración durante la guerra civil en los ochenta. Alicia atestigua cómo la vida doméstica la ordena la ley patriarcal que se impone por la violencia.  Ante el descalabro de la utopía social —»¡revolución o muerte!»—, se desdeña cómo su defunción le concede a esa esperanza truncada el sentido original del concepto.  En remedo del giro de los astros —se insinuó—, la revolución sinódica es la vida misma, natural y cultural en su renuevo periódico.  

No hay que esconder cómo la ley viril retoña de manera cíclica en la per-versión violenta que funda la vida doméstica, en múltiples esferas sociales.  A quiénes aún temen mencionarla, les bastaría leer los periódicos para advertir que el acoso sexual y la violencia contra la mujer causan la disparidad social, el crimen, la migración, etc., esto es, el eterno retorno de las graves afrentas que Alicia vive hace más de medio siglo. 

No basta publicar los testimonios de hace un siglo —Prudencia Ayala (1885-1936), por ejemplo-, si las vivencias contemporáneas semejantes permanecen inéditas, ya que mis colegas merecen el silencio. En verdad, según un axioma de la po-Ético, a menudo la búsqueda de las raíces no observa las flores (Anthos) presentes que prodigarían tal vez los frutos del mañana. Situarse encima de la tumba insigne jamás reemplazará la mirada directa hacia los ojos de quienes viven y trabajan a mi lado.

Asimismo, en este verano de 2023, la lectura puede escuchar la canción —»Summertime», «your daddy’s rich and your ma is good lookin’ (tu papi es rico y tu mami, muy hermosa)» (1934)—, para indagar si la distinción de género entre el hombre y la mujer reitera la jerarquía monetaria —quizás étnica y racial—, a la cual se ofrece el cuerpo femenino sexuado. Solo una verdadera amistad perdurable salva a Alicia de su declive debido a la violencia familiar que la educa desde su infancia.  Por Beatriz siempre…

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