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 2706-5421

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Susana Joma y Raúl Benítez

“Estamos reciclando todos los libros. No podemos llevarlos todos”, afirma uno de los comerciantes que será desalojado

Impotencia, tristeza y preocupación, estos sentimientos se dibujan en las caras de los vendedores de libros usados que, por décadas, han tenido sus quioscos en algunas arterias del Centro Histórico de San Salvador. Para este próximo fin de semana (17 de junio) deberán haberlos levantado por disposición de la municipalidad en su plan de reordenamiento.

“No podemos llevar todos los libros. Lo que estamos haciendo es reciclando libros y vendiéndolos por papel”, comentó uno de los comerciantes a quien por seguridad llamaremos Francisco. Según estimó, hasta antes de comenzar a venderlos a la recicladora, tenía un poco más de 15,000 libros de distinta índole, tanto en su puesto de venta como en bodegas, pero de todo ello al final solo podrá conservar alrededor de 1,000 con los que tendría que empezar de nuevo su negocio. 

Este comerciante de 42 años, quien logró estudiar hasta noveno grado de Educación Básica, comenzó en la venta cuando tenía 16, con tan solo 10 libros. Así fue como siguió los pasos de su abuelo y su padre. Su abuelo empezó en el parque Libertad, luego por cuestiones de reordenamiento pasó al parque Morazán y después al San José. “Siempre venía alguién y los movía de los lugares pero les daban opciones para que siempre tuvieran ingresos”, comenta.

Francisco, quien viaja todos los días desde el interior del país, asegura que empezó con su negocio en el parque San José, pero después los desalojaron de ese lugar y terminó instalando su puesto sobre la Avenida España donde tiene 19 años de ofrecer a sus clientes diversidad de libros.

En buenos tiempos su jornada comienza a las 8:00 de la mañana y se prolonga hasta las 5:30 de la tarde, cuando los rayos del sol dejan de colarse entre los edificios. Comenta que, a pesar del auge que tiene el Internet por su diversidad de contenidos, la gente siempre suele llegar a su puesto en busca de libros de motivación, de Filosofía, Historia, Psicología, novelas, obras, revistas y diccionarios.

“Este negocio representa sotener a mi familia, darle de comer a mis hijos, pagar el agua, comprar medicinas, todo lo que necesito para sobrevivir. Con este negocio no es que uno se haga rico, ni millonario, sino que uno va al diario vivir, lo que vendo hoy me sirve para vivir hoy, lo que vendo mañana me sirve para comer mañana”, asegura.

Está consciente de que la calle no le pertenece, mucho menos el  sitio en donde está su quiosco, pero sostiene que le sirve para ganarse la vida. “El reordenamiento no me parece mal, me parece que está bien, lo que no está bien es que en este caso no nos dan opciones verdaderas, solo nos dan una promesa de una opción de ir a vender un mercado, por ejemplo, podríamos decir el Tinetti. Pero si el mercado Tinetti ya lo desalojaron y lo ocuparon cinco veces diferentes personas, y las cinco veces lo han dejado porque no vende la gente ahí”, sostiene.

“Las personas que están a cargo del desalojo no ven ese punto. Ellos solo ven que se quiten pero no piensan en el sentido humano, que las personas tenemos estómago, que tenemos sentimientos y el sentimiento más grande es que un hijo pida comida y uno no tenga para darle. Entonces cómo me voy a ir yo a estarme en un lugar sino voy a vender, el día de mañana no voy a tener para darle de comer a mis hijos”, insiste.

A fines de la semana anterior Francisco dividía su tiempo en atender a clientes, sacar libros de sus bodegas y colocarlos en bolsas plásticas para que luego sean llevados a las recicladoras. 

El tiempo apremia para él y otros vendedores de libros usados que están sobre la avenida España y otras arterias aledañas. Después de la reunión con la alcaldía les queda claro que ya no pueden seguir ahí. No les han dado una fecha de desalojo oficial, pero se les dijo que más allá del fin de semana (17 de junio) ya no pueden estar ahí. En la esquina por donde han permanecido por años.

Son al menos diez quioscos repletos de libros. Algunos vendedores ya tienen planes para seguir adelante, alquilar algún local, solamente cerrar, pero ahora solo saben que se deben de ir. Frente a algunos puestos descansan costales repletos de libros. Algunos esperan un nuevo dueño, junto a Francisco hay otros vendedores, como Eduardo, nombre ficticio tras pedir no nombrarlo para este artículo, que les ha puesto un cartel y precio que dicen: se vende fardo de libro por $15 dólares.

Eduardo carga libros y los mueve de un puesto a otro, aún sigue acomodándolos, desempolvándolos y dándoles un poco de aire. Tal vez aún estén a tiempo de encontrar nuevas manos y no acabar en una bodega de papel esperando ser reciclados. “Uno tiene que ser realista, si no los logro vender, tampoco me los puedo llevar”, explica.

Francisco con un semblante sombrío sacaba uno a uno los libros de los que, según afirma, también se ha nutrido de conocimientos. Eso es algo fundamental para poder ofrecerlos a las personas que llegan.

“Tengo que leer, porque cuando un cliente viene y me pregunta ‘mire yo quiero un libro que hable de esto o un libro de este escritor’, entonces usted tiene que tener conocimiento de eso para poderle recomendar. Por ejemplo, si me dicen usted tiene un libro de Rubén Darío, pero no solo Azul, porque yo no conozco otro, entonces yo tengo que saber”, precisa. Explica que con los años también ha aprendido de los clientes sobre otros libros.

La mayoría de estos libros han tenido ya un dueño. Los comerciantes se los compran a personas que ya los han leído, o que se han tenido que deshacer de ellos por mudanzas o porque ya no los podían tener.

En sus lotes de libros ya han figurado ejemplares que han sido parte de las colecciones privadas de algunas personas. “Una vez me vendieron una biblioteca de un señor que se llama Jorge Roberto Ungo, que es bien conocido, y de repente vinieron familiares a buscar libros y vieron los de él porque a todos les ha puesto sello. (Decían) Ve así están los libros de mi papá, aquí están los libros de mi tío y se han llevado varios, o sea los vendieron y se los volvieron a llevar”, recuerda.

Francisco, quien resiente haber confiado en esta administración, al igual que el resto de vendedores, no contempla alzar la voz, incluso trata de hablar bajito sobre su problema, ante el temor de que sus palabras terminen condenándolo a estar en una cárcel bajo el régimen de excepción.

Consciente de que por su edad no podría conseguir un empleo formal en una empresa, lo único que en este momento tiene claro es su decisión de no volver a confiar en las promesas.

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