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 2706-5421

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Rafael Lara-Martínez

Rafael Lara-Martínez
Professor Emeritus, New Mexico Tech
rafael.laramartinez@nmt.edu
Desde Comala siempre…

La revuelta poética del «Revólver»

I. Re-volver

Por esas re-vueltas de las temporadas anuales —en el verano caluroso— llega a mis ojos el poemario «Revólver» (2023) de Josué Andrés Moz. De inmediato, al observar el arma de fuego, advierto el peligro de imprimirlo y de cargarlo en la mano.  Pero un instante después, reflexiono y recuerdo su disco homónimo (1966) de The Beatles…  «Keepin’ an eye on the world going by my window«.  Entonces, al adivinar la lectura al ritmo circular de sus melodías, intuyo que basta un simple cambio de acento para revertir el aparato en el giro cíclico de los astros.  Bajo este origen común, el re-vólver calca la re-vuelta que la escritura poética efectúa —del verso al re-verso—, al realizar su función cultural básica.  «Escribir es sobrevivir», de igual manera que el constante respirar profundo sostiene el potencial biológico y creativo del cuerpo humano.  Así, Moz «conoce el mundo» cuyo en-canto es un canto que lo impulsa de cara a la superficie terrestre, para «no hundirse» en el marasmo acuático del origen o, más remoto aún, para no evaporarse hacia la nube celestial de su eternidad primordial. 

Por una correspondencia sinódica sin par, la revuelta de las balas provoca muertes similares a la revolución de los astros.  Sin embargo, la justicia suele calificar a la primera de legítima defensa —o de asesinato, si la comete un extraño—, mientras a la segunda la llama deceso natural por el cúmulo de años.  Bajo ese doble re-vólver incesante —tiroteo y astral—, no extraña que su sentido político terciario culmine en la deriva mortuoria del mismo cauce (véase: Roque Dalton, arquetipo re-volucionario, vigente cada mes de mayo).   Este vaivén circular Moz lo rescata desde su calidad espiritual celeste «antes de nacer», esto es, de descender al «territorio de infancia». En esta comarca se asienta su verdadera Matria cuyos «dedos» le acarician el «vientre», es decir, el centro mismo de su «despertar» amoroso, entre el «rostro de hermanos» y de «amigos» en respaldo. A pausa periódica, esa iniciación a la vida terrena le otorga la lengua materna cuyo «signo flexible» se «diluye» hacia la corriente —de agua jovial, «riyendo va por el río»—, hasta su clausura, «el fin de la infancia». 

Empero, ese desenlace no cierra la casi treintena de su niñez prolongada, ya que la línea cronológica no la establece la naturaleza misma en su rotación constante.  En cambio, expresa un conteo cultural ajeno a su índole circular que la rectilínea del cálculo anual anhela olvidar.  Por ello, en su «bandera» de «orfandad», Moz declara «nacer tantas veces» como el planeta gira en sus estaciones repetidas o, si se prefiere, renace como las plantas florecen y dan frutos según las temporadas.  Ninguna cronología lineal logra extirpar el giro de los astros.  El retoño y el otoño de la naturaleza voltean la sucesión hacia el círculo de una ronda a coro perenne. 

Solo la ilusión pretende anular la mudanza permanente de los contrarios.  Le basta prohibir el olvido para ocultar que la «memoria inestable» desaparece cada noche desplazada por el abandono.  En ese espejeo de los contrarios, el «amor» doméstico le cede su lugar a la «rabia» exterior, ya que la «casa» no logra abarcar un «país» entero.  La oposición complementaria circula en «espiral de hormiga».  En la hélice, la vida presente se asienta en la muerte del pasado, de los antepasados cuyos «cadáveres sólidos» suplantan las «aguas» sobre las cuales «Cristo» camina sin prisa. 

Este mismo trayecto en tuerca lo evoca la «telaraña» en su «lenguaje» cargado de «lamentos».  Por momentos, Moz duda que las «palabras» le otorguen un sentido concreto o, por lo contrario, «palpiten de la boca» hacia la escritura como la «rabia» callejera empuña la pistola antes de «apretar el gatillo».  En verdad, «romper la carne» y «fracturar huesos» definen la experiencia cotidiana de la Muerte que moldea la «palabra» baldía bajo la ausencia de aquello que nombra. 

Pero el poeta no declina en su labor de rescatar el re-Cuerdo materno.  No importa cuán «lejana» aparezca la figura de sus palabras; en el «corazón» ajado late «la textura de la voz» que riega los surcos de su siembra corporal.  Tatuado al nacer, el Nombre-de-la-Madre —el ombligo—, sustituye la envoltura original de su descenso a la Tierra.  Por este amor entrañable, el poeta la cuida como «recién nacida» que llora la Muerte de su padre, el abuelo. 

La fecha —el 14 de febrero—, no podría ser más transparente del afecto que aflora del hogar antes de diluirse en la «rabia» exterior.  En esta conjunción del alba y del ocaso, Moz ya no sabe si al hablar de los otros él mismo queda a la deriva del silencio.  Calla —encalla— su presencia hasta admitir que la ausencia ajena prevalece durante ese intercambio cotidiano entre el Sol y la Luna, la luz y la noche.  La vida se conjuga con la Muerte en el «asfalto», de igual manera que el ritmo del «tambor» conjura la percusión del instrumento musical con el cilindro cargado de plomo.  «Todas las Muertes» que el poeta encarna al vaciarse de sí mismo transportan sus sentimientos profundos hacia el dolor extraño. 

Ese enlace causa un flujo de «lágrimas» tan vasto que los ojos se (re)vuelven (en) ríos de llanto.  El poeta los recolecta (Logos) como materia prima de la tinta que inscribe su vivencia sobre la página en blanco.  Los «brazos», las «manos» y los «dedos» le plasman la huella indeleble de «tu nombre», pese al «exilio de mi carne» que acecha al poeta absorto en su «deseo de olvido».  Se trata de la imagen en espejo del cuerpo desnudo luego de perder su atuendo original acallado, la placenta.  Quizás. 

«Al otro lado del sueño» retoña el «cementerio» de la «lengua» materna que se escabulle «entre coyotes» hacia una frontera indescifrable.  Le basta un simple «parpadeo» adormecido para contemplar cómo esa transferencia temporal —esa re-vuelta—, invoca el revólver que intitula el poemario.  Según se dijo, hasta el oído más atento ignora si la sinfonía que re-percute en su seno proviene del timbal que arrulla su hogar o del cilindro repleto de perdigones en cortejo de la Muerte.  En otras palabras, la omnipresencia viva de la Muerte equivale a las balas rotativas, el idioma en su verso-reverso y, en fin, al giro astral de los años.  Munición – Poema – Astro se arraigan en los vértices de un triángulo nocional que dirige la escritura.

II. «Algo nace de tu Muerte»

Esa escritura anuncia o denuncia —no lo sé—, la manera sutil con la cual las palabras revisten los hechos.  Por eso, desde la perspectiva judicial, el carácter ético de un muerto no depende de su conducta en vida.  En cambio, desaparecido, su bondad la expresa la repentina pérdida sin huella corporal ni paradero.  Nadie encuentra el rastro de su cadáver y, a menudo, renuncia al nombre de los frutos que crecen a su lado, así como a toda «lápida» que inscriba el destino de la «Tierra prometida» en abono. 

Como Imago Christi singular, el poeta visualiza al «pelícano» a su «costado» hendido.  Le recuerda la «corona de espinas y los «clavos» que se hunden en la «tristeza» de la escritura.  Entretanto, la «manzana» mítica primordial revolotea en su «lamento de reptil» sobre el «ombligo», el centro corporal de sus sentimientos más profundos. Tan hondos, su paradoja restaura «la verdad de la mentira» escrita por «una sola máscara» que nunca olvida el acto fundador del fratricidio bíblico.   «La mano de Caín» palpa «la sangre de Abel», pese a la lejanía geográfica y temporal. Su ciclo parece hallarse inscrito en la «piedra», en el «cuchillo» asesino y en el «plomo» que despide de nuevo la vuelta del «revólver». 

Siempre prosigue el ritmo sonoro del tambor.  Su hallazgo es inevitable, ya que las «balas», los «ladridos de rabia» y el «llanto» final saturan las calles.  De nuevo, bajo las «sábanas» blancas, en el interior «tibio», solo el reposo despliega la quietud del «amor».  No teme ser arrestado, pero por experiencia vecina conoce el ruido ensordecedor de «las botas tirando puertas». Esas entradas vibrantes replican la melodía fúnebre del tambor, cilindro de balas y atabal familiar. 

La lejanía de los gritos no le impide escuchar el «llanto del abuelo», ni el sollozo de la «madre» que rescata a su hijo difunto del penal sombrío.  Los «libera» para ofrendarles un «hermoso ataúd» donde el cometido del poema anhela traspasar la «denuncia» íntima hasta volverse «pájaro» que la enuncie de boca en boca. En ese instante, a la «memoria la cuida el «corazón». El re-Cuerdo entrañable ya no rellena la «página en blanco». En cambio, la «acaricia» con la misma ternura del parto primordial que le otorga la vida al poeta. 

Luego de ese testimonio brutal sobre su entorno, Moz se repliega hacia sí mismo, durante la «corta infancia».  Entonces, el trapecio oscila ante sus ojos sonrientes. El goce de la visión empaña su lengua de «tartamudeo», ya que «el tiempo» pasado despliega un «prisma» en arcoíris de letras imposible de inscribir en su totalidad. Transcribirlo resalta una tarea tan compleja que la página en blanco le causa «terror». Lo estremece al remontarlo hasta el génesis de su aprendizaje. Antes de toda escritura, existe la «cruz» del devoto, en espera del «tercer día» en el cual se disipen «el sudor del desierto» y «la espina» que lo atormentan.  Es cierto que la «página» resume la «verdad».  Del hogar a la calle, la vivencia no calla referir su experiencia.  De la ternura al horror, del beso al balazo. En fin, del abrazo a la brasa.

Debido a la tormenta exterior, el tormento íntimo disloca la razón del afecto.  Ningún «canto» sosiega el llanto del «cerebro» pensante que, de «rodillas», no florece bajo la lluvia del «invierno».  Al contrario, a despecho, surcos de «navajas» preparan la siembra de la «memoria» que corroe el busto del poeta.  El descalabro del re-Cuerdo no podría hundirse en un abismo más hondo.  En vez de retoñar «verde que te quiero verde», del grano bajo el terreno corporal, la tapixca (Logos) del pretérito difunto germina en «insectos» roedores de «rostros» y «fotos» antiguas que brotan en gusanos. 

El arte de la escritura a «mano» supura fuego, mientras la lengua —idioma y órgano bucal—, llora tinta que sella la «rosa (anthos)» del «cementerio» de las palabras.  De las palabras desprovistas de los sujetos y de los objetos que nombran.  Sobre los cuerpos difuntos, el poema se asombra que la penumbra se alce en riego desde el «pozo» del «ombligo», es decir, de la atadura primordial que liga al poeta con sus antepasados. Así recibe un legado bipolar que le entrega la bondad divina junto a la maldad diabólica, la luz del verso y las tinieblas de su re-verso. De la certeza de la Muerte, emerge la figura del padre cuyo nombre perdura en una piedra esculpida por la limpieza.  Lo pulcro recicla el sepulcro de la página desnuda hasta que la «fauna» manual coseche un bosque donde «yo mismo» me extrañe en el «dolor natal». 

Se anhela el eterno retorno de lo mismo hacia la infancia abolida, ya sin ternura.  Pero, sin fin, la búsqueda continúa corroída por los fantasmas (Gespenst) «marxianos que auguran un «futuro» inexistente.  En ese «Apocalipsis now» —al ritmo de «this is the end…»—, solo el deshielo acuático de la lengua —en su doble sentido, se dijo—, le otorga la verdad momentánea. La certeza encara el «vacío» de la noche antes del sueño. La esperanza de besar la verdura de la amante huidiza le causa una caries en el corazón.  Ahora incierta, en el «desierto» irriga «arena» por las «venas».  Su «sangre fracturada» le reitera el «cactus» espinoso del re-Cuerdo en la tumba. 

Moz queda huérfano, rodeado de «cadáveres» cuya «palabra» semeja la «soga» de la horca.  No hay novedad. Desde la antigüedad griega a C. P. Cavafis, «el regresa a Ítaca» predice el «sismo» corporal de la insistencia por restaurar el pretérito abolido. En ese fulgor conclusivo, la consciencia del poeta re-voluciona el concepto mismo de re-volución actual que olvida su raíz astral y su filiación (philos) con el saber (sophos) de la Muerte por perdigones.  El tambor re-tumba al ritmo de la música repetitiva, mientras las balas corean el destino de sus hendiduras. 

El cuerpo perforado le demuestra la «cartografía» de lo Real.  Se trata de una geo-grafía en altibajos de la quebrada hacia el valle y la montaña guerrillera.  La hondonada exhibe la cueva ancestral —la «boca de la Tierra» que mastica cadáveres con sus «dientes oscuros»—, la entrada al inframundo.  En cambio, en su antónimo, hacia la cumbre de la sierra, la «consigna de revolución» social se (re)vuelve «horror».  Al renegar de su significado original, el lema «¡revolución o muerte!» traduce su re-verso «la re-volución es la muerte».  El revólver causa la defunción de sus propios camaradas. 

Así, el poemario finaliza en el mayor «escándalo literario» de la poesía comprometida: Roque Dalton. Su axioma fundador (1975) de la guerra civil se glosaría «muerte sin revolución social».  Obviamente, otras glosas posibles entonan a coro el eterno retorno de lo mismo que intitula el libro. En ellas resuenan el tambor musical del revólver que se empuña contra el en-amigo discordante y la revolución de los astros en el cúmulo de los años. Esto es, la Muerte.

De principio a fin, Moz suscribe la re-vuelta po-Ética del re-vólver que —junto a la re-volución astral y social—, anudan el poema en su giro cíclico de vida y réquiem.  A la lectura le corresponde descifrar a quiénes se aplicará la re-vuelta de ese dictamen en 2023, con el objetivo de mantener vivo el ideal liberador gracias a la Muerte del amigo. De lo contrario, de negarse a entregar el cuerpo a la percusión de los palillos fúnebres y de las balas en el tambor, las puertas se hallan abiertas para el ex-silio permanente en la diáspora. 

«Napalm» (1976), Oswaldo Guayasamín
El asombro al observar que el «revólver» ejecuta la misma (re)vuelta que la revolución sinódica y social, axioma del poemario.

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