Número ISSN |
 2706-5421

conejo
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Rafael Lara Martínez

Professor Emeritus, New Mexico Tech
rafael.laramartinez@nmt.edu
Desde Comala siempre…

Lo propio, lo nuestro, calco de lo ajeno

Un área desdeñada de los estudios culturales la expresa el «vocabulario institucional» de las diversas lenguas.  El monolingüismo cultural se pregunta cómo traducir una palabra —recordar, por ejemplo— sin preocuparse por el contexto que la engloba.  En castellano sería recordar, acordar(se), concordar, cordial, desacordar, discordar, etc.  Su glosa en inglés —remember— y en francés —souvenir— desvía el término original hacia otras vertientes.  Si el inglés interroga el vínculo con la mente —acaso con la gratificación del acuerdo, agreement—, en francés ofrece la correlación de un sustrato en concordancia con la diferencia que se le presenta a una memoria implícita.  El más simple análisis del léxico les ofrece un problema singular a los estudios culturales que, de seguro, piensan el «patrimonio (pater, varón)» nacional sin el «matrimonio (mater, hembra)» nocional que lo complementa.  Sería imposible trasladar el concepto de la memoria histórica —el recuerdo—, al ignorar los enlaces que ese término establece con allegados en un mismo campo semántico.  Pero la institución de la academia elimina el debate, ante todo si reclama el legado ancestral sin lugar dentro de la filosofía latinoamericana.   

En toda su evidencia, el inglés aclara el sustrato subjetivo que respalda la llegada voluntaria o subterránea del recuerdo.  En efecto, el «memorial» y la «conmemoration» definen una correlación afectiva entre los vivos y los muertos, por el ritual histórico en ofrenda.  Este mismo sentimiento cultural traslada el «saberlo de memoria» hacia el corazón: «I know it by heart«.  Por este vínculo, la mente desvía su facultad puramente racional hacia el afecto cordial que, en castellano, transforma la memoria en recuerdo. Muy rara vez se establece un enlace inmediato entre la memoria como memorización sin afecto y, valga el pleonasmo, la cordialidad del recuerdo.   

Sin embargo, la división en disciplinas a fronteras estrictas plantea de inmediato un problema serio, ya que presupone perspectivas culturales sobre la realidad.  Por ello, existe una diferencia radical entre el enfoque objetivo de las Ciencias Sociales y la intersubjetividad comunal del agente histórico.  La presentación del libro «Tonalpohualli Náhuat Pipil, 2022.  Año 10 Tujtli – Conejo» de Miguel Flores (UES, octubre de 2022), demuestra el desfase radical entre la ciencia y la conciencia.  Si la Antropología habla de evolución física y recopila varias versiones de la «Leyenda de los Soles» —creaciones y destrucciones cíclicas del mundo—, en San Antonio del Monte prevalece el creacionismo bíblico del Génesis 2:17 (para la primera creación, acaso el primer sol del ser humano, véase 1:26-28).  La escisión de la costilla masculina legitima el feminismo indigenista actual, el cual reclama otorgarle la igualdad de derechos a la mujer.  Ella siempre surge y se halla —dice Flores—, al costado del varón en todas las nuevas instituciones comunitarias.   

Otra equivalencia la expone el título mismo de la obra, el cual establece una paridad entre el náhuat-pipil y el náhuatl-mexicano.  Las lenguas que la lingüística separa, la necesidad de restaurar lo propio a Kuxkatan las unifica en armonía indivisible: tuchti, tôchtli, tujtli, conejo.  Esta triple cultura literaria —bíblica, náhuat y náhuatl—, la prosigue la referencia global a lo maya, como si la mejor referencia al castellano no la ofreciera el latín sino el indoeuropeo.  En verdad, quienes creen que en El Salvador se habló maya, en las escuelas enseñan que los indoeuropeos conquistaron el país.  De nuevo, mientras la lingüística mesoamericana asegura que el proto-maya emerge en el altiplano guatemalteco —hace 4000-4500 años—, hasta expandirse en treintaiún (31) idiomas, la insistencia en crear un calendario náhuat-pipil los agrupa con las raíces de su comunidad.  La obra de Flores propone la invención de una nueva cultura híbrida que engloba la Biblia, lo náhuat, lo náhuatl y las diversas lenguas mayas en una sola amalgama que juzga descolonizadora.   

En San Antonio del Monte, el complejo cuarteto anterior anhela congregarlo la doble revolución sinódica del Tonalpohualli y el Cempohualli, términos mexicas para los calendarios lunar y solar.  La memoria ancestral encuentra la identidad perdida en rizomas geográficos ajenos que la ciencia expande en múltiples divisiones geográficas y culturales. Del Medio Oriente a los altiplanos guatemaltecos y mexicanos, hasta las tierras bajas y las costas mesoamericanas, la enredadera cultural asienta su tronco inferior, sus pies, en ese municipio náhuat. Se trata de un problema clásico que confronta la ciencia a la conciencia. El análisis ginecológico no reemplaza la experiencia directa de la preñez y del parto, ni los avances de la antropología científica sustituyen la identidad comunitaria que se arraiga en la recolección de creencias dispersas proyectadas a su antigua raíz regional (véase el uso político del «Popol Vuh», siglo XVI, es decir, más de 3000 años de separación con el proto-maya, en idioma k’ichee’, que jamás se habló en El Salvador).   

Resulta imposible acallar las oposiciones extremas entre la Antropología y la invención de una identidad regional, a saber: evolucionismo vs. creacionismo bíblico; múltiples creaciones vs. creación única; náhuat≠náhuatl vs. náhuat=náhuatl; treintaiuna lenguas mayas vs. una lengua maya; tierras bajas≠altiplanos vs. tierras bajas=altiplanos.  Esta discrepancia tajante anuncia la falta de diálogo entre las Ciencias Sociales —que hacen del sujeto un objeto—, y la conciencia inversa de los agentes históricos hablantes.  En insistencia, el intercambio entre la esfera científica-académica y la conciencia popular parece tan endeble que los avances de la Antropología mesoamericana no influyen en el rescate de la memoria ancestral de una región particular.  Más que aspirar a una síntesis comprensiva de una región multilingüe —Mesoamérica y Kuxkatan—, habría que recomendar ceñirse de manera intensa en la experiencia singular de esa comarca, el simbolismo de su geografía, fauna y flora durante el anuario agrícola y ritual.    

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Quizás, en esa trama narrativa, se despliega el más antiguo concepto proto-maya de escritura —*tz’ijb’—, el cual clasifica el texto como un textil arbitrario de hilos teñidos que los entrelaza la potestad del hablante (Yo).  Según un término ch’ortí’ para «historia», la recolección del pasado no solo convoca una pluralidad de voces sin un coro armónico.  También, leer lo legendario crea leyendas sin archivos primarios.  K’ajpesyaj significa «leyenda, historia, cuento, recuerdo» y, por ello, «tama o’r e rum ayan me’yra k’ajpesyaj, en la cabeza (superficie) de la tierra hay bastante historia/leyenda».  Del pasado se leen tantas leyendas como lecturas existen de un mismo libro.  Según se dijo, la división de disciplinas sirve de guía a esta masiva proliferación de enfoques.  La concentración casi exclusiva en lo sociopolítico le ofrece un pésimo ejemplo al diálogo.  Enmudece (-no-nonti/-nu-nunti; te taketza), al sujeto histórico ancestral, de quien jamás publica edictos en su lengua materna.  El agente histórico actúa por un impulso económico sin derecho al habla o, al descubrir su voz difunta, la literatura se adhiere a un martirologio cristiano que lo beatifica, al proyectar la mito-poética actual hacia el pretérito.   

Si la convención cultural le atribuye ese silencio a la conquista y a 1932 —sin manifiestos náhuat—, al mismo tiempo acalla la larga dimensión de esa mudez fundacional durante la república independiente (1821, 1824…) y la modernización, sin tierras comunales (1882…), ni lenguas codificadas en la literatura nacional (i.e., ausencia del lenca).  No en vano, -no-nonti/-nu-nunti transcribe una de las etimologías más reconocida para nonhualco, por su cambio de lengua legendaria, en El Salvador hacia el castellano.  Hasta 2022, en anticipo del trabajo de Flores, aún se considera fidedigno el testimonio de Anastasio Aquino (1833) escrito por José Antonio Cevallos (1891) desde San Vicente (i.e. los sucesos de 2022 los conoceremos en 2080, en el idioma del oponente).  La doble distancia espacial y temporal no basta para dudar de quien lo degrada a «una condición tan abyecta» al transcribir su voz difunta.  La institución cultural presupone que antes de toda historiografía, «k’ajpesyaj» implica también el «mensaje, carta, saludo, correspondencia» que la Muerte (1833) le remite a su enemigo vivo (1891).  Obviamente, el sepulcro siempre habla en una lengua dispar a la suya, en su acuerdo sublime con el presente.   

De esta manera, se logra su santificación futura gracias al compromiso (2022), que augura la profecía del cristo-marxismo roqueano en la búsqueda rulfeana del «Padre» sacrificado («La ventana en el rostro», 1961).  Solo el olvido ancestral habla desde la Cueva —abertura terrestre que lo protege—, y conversa con el Tacuazín que ilumina sus pasos.  En definitiva, de la invención global resumida en lo local a la convención viva, expresión de lo extinto, el famoso «monolingüismo del otro» define una premisa fundadora de la identidad salvadoreña.  Sea ciencia o conciencia, solo puede restituir lo propio en calco de lo ajeno.  Del calendario cuzcatleco, al testimonio inerte de Aquino, viceversa —sin lo lenca—, lo lejano asegura la reconstitución de lo propio.  Lo nuestro calca lo distante. 

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