Antropología
Rafael Lara-Martínez

Rafael Lara-Martínez

Rafael Lara-Martínez
Professor Emeritus, New Mexico Tech
rafael.laramartinez@nmt.edu
Desde Comala siempre…

«Los caminos de tu ausencia»

"Pedagogías de la muerte: discursos fúnebres" (2022)

de Manuel Molina Aguilar

“And we don't know just where our bones will rest. To dust I guess forgotten and absorbed into the earth below”.

Smashing Pumpkins

Para las Ciencias Sociales, la muerte presenta un problema insoluble.  La reducción más simplista identifica el pasado con la historia.  Se trata de dos términos emparentados pero disímiles, como lo demuestran los varios tiempos verbales de cualquier lengua del mundo.  Cualquier cementerio.  Sea historia cívica o académica y crítica, el presente dicta la recolección historiográfica del pasado.  El discurso vivo se distingue de la muerte.  Las palabras hablan de hechos, de objetos y de sujetos ausentes.  A menudo, el anhelo de objetividad no solo concentra su atención en una arista particular, de preferencia sociopolítica y económica.  A la vez, ese afán científico suele relegar el conocer (-ix-mati, saber ocular en náhuat) al saber (-mati), esto es, la experiencia palpitante (-yul-mati, saber cordial), la somete al laboratorio bibliográfico actual. 

En esta exigencia, la poética se separa de la historia.  Aún si no refiere su propia muerte, acto imposible, la poética requiere un contacto más directo con los cuerpos difuntos.  Para la tradición literaria latinoamericana —previo al auge de la novela testimonial— «Pedro Páramo» (1955) del mexicano Juan Rulfo plantea esa distinción tajante con la historia.  La poética solicita que el declarante realice una travesía al inframundo —al país de los muertos— para advertir de cerca la experiencia pretérita y rescatar el legado pétreo del padre difunto.  En El Salvador, un libro clásico se intitula «La lira, la cruz y la sombra.  Biografía de Alfredo Espino» (2001) de Francisco Andrés Escobar.  Para canonizar a Espino junto a San Romero —antes de su santificación— Escobar inicia la obra al entablar un diálogo directo con el poeta difunto.  Solo en esa relación afectiva con la muerte, «el profeta nacional» se conjuga con «el poeta nacional».  El narrador (yo) nunca habla de muertes lejanas y extranjeras, sino relata la muerte que trastoca sus sentimientos personales.  La objetividad inerte de los huesos se encarna en la subjetividad pasional. 

Se llamen estudios literarios o culturales, historia cultural, etc., sigue en pie la búsqueda de un legado poético cuya vigencia permanezca válida en el presente.  Mientras la historia política documenta la restauración de una antigua dictadura, su contraparte cultural se concentra en rescatar un compromiso político complementario.  El arquetipo de la reelección dictatorial se llama Maximiliano Hernández Martínez.  Pero siempre el debate actual acalla el apoyo intelectual de 1932-1935, así como elimina el archivo cultural de 1932 (véase J. F. Toruño, para las «actividades literarias») y de su segundo mandato («Revista El Salvador.  Junta Nacional de Turismo», et al.).  También, el decreto político omite la interrelación presidencial con las redes intelectuales teosóficas y, sin discusión, relega que su censura de prensa no afecta al canon artístico y literario.  La misma persiste hoy ante el miedo al diálogo con la oposición. 

El ejemplo prototípico de la crítica cultural lo ofrecen Salarrué y Roque Dalton.  En Salarrué, el reencuentro con el Padre Primordial disuelve el concepto de «generación comprometida» para «remontarlo» hacia un pasado teosófico más distante.  Esa herencia resulta tan disímil que en 1932 silencia a Feliciano Ama por no ser «indio contemplativo», a Prudencia Ayala por no ser «mujer soñadora» en casa y denuncia a los «comunistas» por «pedigüeños y «degollar».   En Dalton, en cambio, se pretende actualizar un pasado guerrillero pese al descalabro de todo movimiento político de la izquierda radical. 

El viaje astral salarrueriano ya no incluye el cuerpo vivo —ante todo si lo impulsa una «mujer negra», Gnarda o lo estimulan dos mujeres a la vez, Clara y Amber Mahogony.  Ya no se digan los nombres de «la de ojos circunflejos» o el «nirvana» de «la mácula», antecedente de Ulusú-Nasar, la «mercancía tan apetecida de los hombres».  «De las mujeres, mejor no hay que hablar», augura un dicho fundacional.  El coro —»yo te inventé a ti»— le atribuye al elemento viril el derecho de modelar lo femenino.  De «las mujeres» que graznan «como gansos» a «la madre» que golpea a su «chico» sólo queda vigente el reciclaje de la violencia doméstica por los latigazos de San Uraco que hoy califican de «decoloniales», dicen.  Por su parte, el viaje clandestino a la montaña guerrillera sucede en el aula, en un museo avalado por el gobierno.  Se imagina una guerrilla sin guerra.  Cargada de una afectividad invisible, la restauración del pasado arropa de subjetividad el estudio objetivo, cuyo verdadero deseo consiste en remodelar el presente, a imagen y semejanza de quien habla (yo). 

La vida monopoliza el discurso sobre la muerte, pero su recepción no es única, ya que oscila del precepto de objetividad pura, al dolor latente por la pérdida irreparable.  La escritura rígida se opone al réquiem, al novenario, a la visita anual al cementerio cada 2 de noviembre, a la conmemoración cívica y fúnebre, en fin, al recuerdo sentimental del ser amado.  Aún si la ciencia niegue el filtro afectivo de la conciencia humana, la poética recobra esta arista esencial del humano.  La frialdad nocturna de la fórmula la inicia la lágrima calurosa en experiencia de su pena.  La poética ilumina la historia gracias a la vivencia, asoleada y triste de la muerte.  Se trata de una muerte tan cercana al sujeto vivo (yo) que le cercena miembros de su cuerpo.  Recortado, decae el espíritu vivo que lo anima. 

En esta diferencia radical —con reversiones posibles— se alza el libro de ocho relatos «Pedagogías de la muerte: discursos fúnebres» (2022) de Manuel Molina Aguilar.  En ellos se narra cómo la experiencia directa de la muerte de un ser querido conmueve la vida íntima de la persona que recopila el pasado.  La Muerte del Otro afecta de tal manera al Yo que lo identifica con una mutilación de su propio cuerpo y con una hendidura perenne en su alma.  En la versión poética de Molina Aguilar, la historia transcribe el testimonio de una herida abierta, sangrante, a menudo, infectada de pus y otras veces riega el entorno de rocío.  En seguida, brevemente se reseña su contenido.

*****

«¡Salud, Rosario!  Hasta pronto mujer» testimonia el vómito que invade el cuerpo entero de Josefina, quien vive la muerte de una amiga íntima.  El deceso provoca disturbios en el metabolismo orgánico vivo, quien lo interpreta como preludio de su porvenir.  Por ello,  el discurso fúnebre calca un panegírico que exalta al máximo la gloria terrena de Rosario, aunque la audiencia desconozca a la muerta.   El silencio conclusivo clausura esa dificultad de diálogo entre el compromiso directo con la persona fallecida y el público que apenas la conoce. 

«Tomás, una apología del olvido» verifica que el poco conocimiento sobre un personaje histórico no impide realizar el «ritual» conmemorativo ante su tumba.  Importa que «la afluencia enorme de gente» interiorice la imagen del olvido que se vuelve historia patria.  Por eso, durante el entierro de don Tomás, dice la alabanza de su despedida, se produce una competencia por lucir el mejor disfraz.  La pérdida de los archivos no afecta la memoria, ya que la historia oficial se fundamenta en el olvido de casi todo documento primario.

«Las orejas de Flabián» ofrece un diseño de la funeraria como lugar de tránsito entre pisos o mundos paralelos conectados por gradas.  Antes de toda recepción fúnebre al velatorio, el cadáver debe maquillarse ya que «reconstruir la historia» precede a la observación del difunto.  Ese decoro lo apoya la presencia de espectros como proyecciones reales de una falta.  Doña Emma desdobla la figura de su hijo, muerto «seis días» después de nacer, en un doble fantasma: uno vivo en el subsuelo y otro fallecido, pero presente siempre en su alma.  La tragedia que suscita «la muerte de un ser querido» crea disturbios imborrables en quienes permanecen en el reino de este mundo.  El ritual conmemorativo resucita la muerte en el imaginario histórico de quienes lo recuerdan.  En ceremonia anual, el retrato fiel del muerto le otorga la esperanza de vida a lo actual. 

«El tesoro de Hugo Leonel» plantea el dilema de la muerte como «incognoscible».  Por este hermetismo, la escritura del pasado semeja una ceremonia fúnebre en la cual se rinde un homenaje a una figura célebre o, por lo contrario, se enjuician sus acciones nefastas.  Para Leonel, el homenaje mortuorio resalta la complejidad de su figura.  En él, la unidad confunde el caos y el orden, la ley y la leyenda.  Desde la economía, explica la acción humana, al igual que la naturaleza.  Como pariente cercano de un pirata navegante, asegura que la vida implica una travesía marina cuyo destino terrenal resulta desconocido. 

«La niña Aurelia» desglosa tres maneras de la presencia de la muerte en vida.  Si viudez equivale a un «luto permanente» como si la vida misma fuese un réquiem constante en honor a quienes nos acompañan en la ausencia.  Asimismo, su defunción suscita un reconocimiento sin igual por parte de la comunidad entera.  A cuerpo presente, por fin, la custodia fúnebre le reconoce las múltiples dotes que la multiplican en varias «divinidades» encarnadas bajo un solo nombre.  Por último, volverse «historia» se ofrece en sinónimo de la muerte.   Por este triple enlace, el discurso histórico que un joven imparte durante las «exequias» a «la niña Aurelia» le conceden la visa para llamarse «difunta» y sacralizar su herencia cultural.  Según esa apología póstuma, su mayor legado transforma la vida en un ju-Ego lingüístico.  Durante ese vínculo, las palabras refieren a las cosas en un giro como trompos sin rumbo fijo.  Bajan y suben en su enredo de yo-yo.  Al cabo, el dictado de la autoridad hablante (Yo, Ego) las ensarta en un sentido único a imagen del capirucho. 

«Gringo sangre de maíz» relata el deseo final de un Gringo quien ordena que su cuerpo lo preparen en manjar culinario para la comunidad.  Antes de la cena final, su amigo íntimo debe impartir el discurso de despedida.  Ese réquiem testimonial resume la transformación de un extranjero que por las aguas y, en especial, por el maíz se vuelve guardián de los secretos comunales.  Los elementos naturales le hablan y le transmiten el legado que guardan en su flora y fauna.  Así logra rescatar la historia de la comunidad en que se arraiga, a la vez que lo acepta como miembro activo.  El consumo de su carne —»canibalismo compasivo»— define quizás esa absorción mental que invade a los seres vivos luego de la muerte de un familiar, reunidos en comunión solemne.  Luego de la ingestión, la comunidad disemina las cenizas de sus huesos —según un estricto porcentaje matemático— para que su cuerpo perdurable se expanda por el mundo entero. 

«El brío de Gifo» narra la muerte de Gifo, más que mascota, hijo adoptivo de Ovidio.  Pese a su ausencia, sus humores corporales difuntos abonan aún el recuerdo de Ovidio.  Su mayor anhelo consiste en encontrarse con él, lado a lado en la tumba.  Entretanto, impregnado de la saliva y de la baba, esos líquidos no sólo le estampan el recuerdo.  También le proveen la tinta y el óleo necesarios para transcribir el testimonio de sus andanzas. 

«Filosofía de la Tombilla» describe una sección particular del cementerio llamada «bagatela».  Ahí yacen sepultados académicos y profesores de prestigio.  Sus cadáveres abonan la tierra.  La descomposición de sus cuerpos no representa un simple deterioro orgánico.  Por lo contrario, hoy en el olvido, mantienen jardines en emblema de la escritura presente.  Más que las tumbar —sin grandes epitafios esculpidos— los sarcófagos ocultos bajo tierra profunda representan los archivos del recuerdo.  El cementerio erige una verdadera Biblioteca Nacional.  Además, los cadáveres sirven de alimento a los insectos, quienes testimonian su experiencia nutritiva.  Así, el relato establece una equivalencia entre la investigación y la culinaria.  Ambas tareas se nutren de cuerpos difuntos, aderezados al gusto del Chef (Jefe), es decir, del hablante (Yo).  El debate gira de la subjetividad de quien aprecia el manjar a la exigencia de objetividad, es decir, de la historia a la poética.  Si lo objetivo tiene la razón, sin monopolio de la verdad, lo subjetivo tiene sentimiento. 

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En definitiva, Molina Aguilar plantea el dilema de la razón analítica y del sentimiento vivido.  Según un ejemplo clásico, el examen químico del ginecólogo jamás sustituirá la vivencia de la preñez, salvo en el universo teórico de las Ciencias Sociales que, por tradición, le niegan la palabra al sujeto histórico difunto e incluso a la mujer viva.  Preocupada aún por lo sociopolítico, la historia salvadoreña destierra de su ámbito toda palabra indígena en su lengua materna.  Por esta censura, la po-Ética reclama rescatar esas voces multilingües en las lenguas maternas que —juzgadas de superstición, «lo que está de sobra»— las excluye la historia nacional, desde la colonia al país independiente, 1833…1882…1932…2022.  Según el clásico «monolingüismo del Otro», al explicar los levantamientos indígenas, sus idiomas y filosofías son innecesarios. 

A la lectura se le encomienda averiguar qué sucedería si realmente las Ciencias Sociales desplazaran todo ritual cívico a la periferia.  También debe indagar cómo esas mismas ciencias reemplazarían las funerarias, el réquiem, los novenarios, etc., al adoptar un ritual científico estricto.  Entretanto, la verdad sobre el pasado se esparce en semilla cuyos frutos son tan variados como las lenguas y las creencias que recubren territorios diversos.  Del saber (-mati), la certeza emigra al conocer (-ix-mati, saber ocular) hasta conformar un triángulo equilátero con el creer (-yul-mati).  Es posible que ocurra una absorción inversa, esto es, a la ciencia la recubre un ritual fúnebre, a menos que su saber exacto renuncie a todo arte (tekhne) del conocimiento y tampoco crea en lo que sabe.  Quizás…

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