Wilson Sandoval

Parte IX: Deliberación y participación para una América Latina inclusiva

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Sección cuarta: Formación ética y educación cívica – democrática para la inclusión

El desafío de poner en marcha un modelo deliberativo que apunte a la inclusión requiere de una base que no solo esté sustentada en lo institucional, requiere también de una apropiación ciudadana que permita su sostenibilidad y asegure su éxito, puesto que debe tenerse presente que nadie nace demócrata (RubioCarracedo, 2002). De igual forma, la participación y deliberación que se plantea con el modelo intermedio en cuestión requiere de cierto impulso que lo lleve a comprender la importancia de la inclusión para el alcance de una buena vida humana, mediante la participación de este en la determinación de políticas públicas. No debe dejarse a un lado el hecho de que las implicaciones tanto teóricas como prácticas de la democracia no son de un conocimiento amplio por la masa de ciudadanos, así que sería ingenuo pensar que todos entenderían a simple vista que implica deliberar y participar en una discusión política.  

La formación ética y educación para la inclusión puede ser el punto de partida para el impulso y apropiación del modelo deliberativo. Respecto a la primera, tiene la intención de generar riqueza para los pueblos que va de la mano con la inclusión de los ciudadanos en los aspectos deliberativos de aquellos intereses que resultan generales y que han de verse tratados mediante la determinación de políticas públicas. Al respecto, por ejemplo, el sector profesionista juega un papel importante en esa deliberación (Iracheta, 2011) puesto que una de las claves para esa formación pasa por las universidades e instituciones de educación, espacios naturales para impartir la educación tanto ética como cívica. El profesionista, por lo tanto, se ubica en la sociedad civil, en calidad de miembro y que puede entenderse como un conjunto de asociaciones no políticas ni económicas, esenciales para su socialización (como ser humano) y para el cotidiano desarrollo de su vida” (Cortina, 2002:136). La sociedad civil, contiene un papel singular en lo que refiere a fomentar diversos valores, entre ellos la participación.  

Se plantean a las instituciones de educación, como espacios primarios (pueden generarse otros más) y naturales donde formar a los estudiantes en la ética, como parte del plan o programa de estudios, de manera que puedan recibir una formación que apunte a la excelencia que se esperaría de los ciudadanos de los cuales depende la riqueza de los pueblos. Esta excelencia, no puede concebirse sin los valores, en especial de la participación, pero también de otros como la solidaridad y la civilidad. La formación ética también contiene un elemento que importa mucho para la deliberación, esta es la “reflexión racional y objetiva sobre la manera en que el ciudadano debe actuar (Iracheta, 2011: 160 énfasis propio), lo cual desemboca finalmente en ciudadanos que pueden dar, recibir argumentos y razones en un ámbito general y no solo en lo individual, cuestión que permitiría tener las bases para una participación democrática más racional. 

En cuanto a la educación cívica-democrática, debe de partirse del reconocimiento que en la región de América Latina, la instrucción pública no esta enfocada en exaltar las virtudes de la participación o deliberación, incluso puede cuestionarse que la instrucción esta totalmente adaptada a la forma de operar de la democracia liberal, apreciándose la democracia indirecta o representativa como una manera ideal para despreocuparse de los asuntos políticos en razón de la existencia de políticos profesionales en los cuales depositar la confianza y delegar el poder (RubioCarracedo, 2002).  

Como al principio de la sección se analizaba, la educación cívica es necesaria en términos de una ignorancia natural en la ciudadanía, propiciada por una parte por la misma democracia liberal, pero por otra inducida en lo referente a la calidad de instrucción pública que se tiene. Con este elemento secundario puede observarse la imposibilidad de que la ciudadanía pueda diferenciar racionalmente aquello que es demagogia o lo que supone ser autentico en un “mercado político”, cuestión que fomenta una incapacidad para exigir una democracia más satisfactoria o que apunte a cumplir con las expectativas que emanan de las demandas sociales y de deberían verse determinadas en políticas públicas. Pero más allá de una cuestión asociada a cultura política que se refleja en los datos mostrados sobre la democracia en la sección segunda, la educación cívica tiene por objeto allanar el camino para una reforma en el modelo democrático, es decir, la implementación de un modelo democrático deliberativo vendría a ser inviable sin antes contar con los “impulsos” que suponga una sensibilización de la implicaciones de deliberar y participar en la toma de decisiones políticas, en otras palabras, de la capacidad de exigir.  

La educación cívica, vendría entonces a brindar sostenibilidad a un modelo deliberativo no dejando esa tarea únicamente en la institucionalidad o el Estado de Derecho. Sin embargo, no solo puede hablarse de educación con miras a participar y deliberar como derechos, la educación también conlleva la visión de una responsabilidad individual de participar más allá de constituirse como ciudadanos pasivos volcados a las demandas, esa participación plantea la oportunidad de desarrollar capital social desde el cual se aporte consolidar las instituciones que el modelo contiene y se afirme así el control democrático, que solo es posible de manera tan amplia, mientras se sostengan las posibles reformas que dan lugar a su concepción. Nuevamente, las aulas de las instituciones educativas parecen ser el lugar natural por el cual impulsar esta educación como punto de partida. Claro esta que al igual que con la formación ética, los lugares pueden ser diversos entre ellos aquellas organizaciones de la sociedad civil no políticas ni económicas. Una propuesta concreta de educación cívica mínima podría desarrollarse a partir de la primera infancia, exigiendo a las escuelas que puedan tener un programa explícito de formación cívica como punto de partida, pero que este mismo se pueda implementar a lo largo de toda la formación escolar y que tenga como ejes transversales el respeto y la justicia. 

Sin embargo, no bastaría con establecer únicamente una materia o asignatura de educación cívica democrática. Las escuelas podrían orientar sus esfuerzos a un aprendizaje que retome la convivencia ciudadanía en el resto de las asignaturas, es decir, que dentro de la lógica de la enseñanza se busque incentivar el dialogo, la participación, la deliberación, las decisiones y opiniones, etc. con la finalidad de que se fomente una cultura democrática, la cual sustentada en la participación propicie a futuro la inclusión en las decisiones políticas que han de marcar en gran medida la posibilidad de alcanzar una buena vida humana.  

Bajo este hilo conductor, contenido por la formación ética y la educación cívica democrática y que permite la viabilidad de un modelo intermedio, es posible hablar de inclusión y por lo tanto con la misma se refuerza la pretensión de alcanzar una buena vida humana, puesto que solo de esta forma puede lidiarse con la ausencia de capacidad para exigir y de participar la determinación de las políticas públicas y por otra parte, se es posible despojarse de aquella inclinación por lo individual dando cabida a un sentido de comunidad y dialogo mediante el cual fomentar en conjunto las capacidades que permitan inclusión para alcanzar la libertad.