Wilson Sandoval
Becario de la Agencia de Cooperación Chilena para el Desarrollo (AGCID). Estudiante de la Maestría en Dirección Pública por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Maestro en Ciencia Política por la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) y abogado por la Universidad de El Salvador. Trabajó junto a diferentes comunidades en El Salvador como director ejecutivo de la organización TECHO.
Que la memoria de Romero nos interpele
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Durante las semanas previas a la canonización de Óscar Arnulfo Romero tuve la oportunidad de participar en diversas actividades impulsadas por jóvenes en la ciudad de Valparaíso, Chile que buscaban dar a conocer la vida de Romero y el contexto salvadoreño actual. Una de las actividades que más llamó mi atención fue un cine foro en el que se exhibió la película “Romero” dirigida por John Duigan en 1989, que fue rodada en México con financiamiento de los padres Paulistas. La película refleja de manera fidedigna El Salvador de los ochenta: pobreza, desigualdad, violaciones a los derechos humanos, en especial contra la vida, un poder militar sin límites ante la ausencia de una democracia y un cansancio generalizado de la población ante una vida carente de dignidad que finalmente desembocó en el conflicto armado.
En medio de tal inestabilidad social y política, presentarse como alguien disruptivo sin duda no solo era un peligro para sí mismo, era también un peligro para el sistema político centrado en permanecer en el poder a toda costa; y como tal, cualquiera que enarbolaba una bandera que se identificará con los derechos humanos debía ser suprimido del escenario. Romero jugó precisamente ese papel que nadie esperaba, incluso dentro de la misma Iglesia. Fue disruptivo, y eso debe comprenderse como romper con los paradigmas imperantes e ir contra la pasividad de los actores del momento. Pero, analizando a Romero en lo sustantivo, en su esencia misma nos encontramos con acciones, valores, principios y convicciones que tuvieron como precio pagar con su vida misma a manos de una derecha que en esencia permanece anclada a un pasado sanguinario e impune; y posteriormente la memoria de su martirio sometida al manoseo por parte de una izquierda que la pisotea al haberse transformado en la antítesis de la justicia social. Aspectos que sin duda pagaron con creces en las elecciones recientes.
Es indudable que la lucha de Romero parece estar más vigente que nunca en el contexto actual. Los fantasmas de los problemas estructurales nunca se fueron en estas últimas décadas y los derechos humanos, en especial la dignidad y la vida, se extinguen a diario ante la mirada de un Estado impotente e incompetente y una clase política que vive en las alturas mientras el pueblo sufre en similar forma los atropellos que Romero denunciaba de forma fehaciente. Entonces, ¿cómo vivir la memoria de Romero en estas circunstancias? Ya Ellacuría sembraba este debate: Hay una memoria, que es mero recuerdo del pasado: es una memoria muerta, una memoria archivada, una memoria de lo que ya no está vivo. Hay otra memoria que hace presente el pasado, pero no como mero recuerdo sino como presencia viva, como algo que, sin ser ya presente, no es tampoco del todo ausente (…). Con Monseñor Romero y su memoria, la pregunta fundamental es de qué memoria se trata: una memoria muerta o una memoria viva, la presencia de un cadáver al que se venera o la presencia de un resucitado, que interpela y vigoriza, alienta y dirige.
La memoria que el contexto nos demanda no es la memoria institucional u oficial, por el contrario, es una memoria viva y presente que interpela a la sociedad salvadoreña actual en su conjunto, ya sea a católicos, protestantes, políticos o sociedad civil en general y que debe confrontarnos con los hechos diarios. Romero en medio de sus luchas siempre sostuvo la existencia de una salida a los problemas sociales y en una de sus homilías, en específico la del funeral del padre Navarro Oviedo manifestó: «Cesen de sembrar discordias y rencores. Cesen de propalar esa filosofía de la maldad, de la venganza. Y unámonos todos para hacer de nuestra patria, una patria más tranquila en que no haya tanta desconfianza de unos contra otros. En que no andemos huyendo como si estuviéramos en una selva salvándonos de las fieras. En que vivamos de veras como hermanos, si no por la fe en una resurrección en Cristo, al menos por un sentido nacional; al menos por un sentido humano; por un sentido de fraternidad». En la coyuntura de la investigación del asesinato de Romero que parece impulsar la FGR y de otras víctimas del conflicto armado como las masacradas en El Mozote -aunque implique dolor o abrir heridas del pasado a criterio de algunos sectores de la sociedad- la postura más humana que podemos asumir es la de confrontar a los fantasmas del pasado, aferrándonos a una memoria que dignifique a los más vulnerables y, sobre todo, que honre la dignidad de los salvadoreños.
Ya Romero también lo manifestaba en una entrevista con el diario español El País en 1979: Hay miseria en mi país, no la podemos negar. Y al ladito de la miseria de la mayoría, el contraste del derroche de unos pocos. Hoy la miseria continua en las comunidades, las cárceles, en los barrios populares y en el campo, en medio de la violencia y la pobreza, a la espera de que un sentido nacional y humano cobre vida y transforme a nuestro pequeño país. Que la canonización de hace algunos meses atrás, más allá de un rito, se convierta en el punto de partida para pasar de una memoria muerta, a una memoria viva, en donde las acciones y no la pasividad sean reales en aquellos que profesaron o profesan ser seguidores de Romero a nivel político y religioso y también a aquellos que aún no se atreven a correr con la responsabilidad de su muerte como quedó demostrado en la pasada campaña electoral.