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 2706-5421

Diseño sin título-51
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Rafael Lara-Martínez

Professor Emeritus, New Mexico Tech
rafael.laramartinez@nmt.edu
Desde Comala siempre…

Raíces de lo posible según Gerardo Viana

Dividido en tres tomos, «Ambrosía para Dioses» de Gerardo Viana prosigue una línea temática particular.  Vincula las luchas indígenas por preservar sus tierras ancestrales a una visión cristiana propia que vincula el sacrificio a la revolución sinódica de los astros. La historia humana no la gobierna una cronología lineal que guía los ideales presentes hacia su cumplimiento utópico.  En vez de este sendero ilusorio, la revolución sinódica natural rige el retorno cíclico de los mismos actos violentos en la esfera política.  La defensa de la tierra originaria impone una actitud guerrera frente a la intrusión extranjera y el constante sacrificio de su Redentor.  Si sembrar requiere arar la tierra, la nueva cosecha cultural también involucra crueles hendiduras en el cuerpo humano.  Esta es la singular enseñanza de «Ambrosía para los Dioses» de Gerardo Viana.  Quizás, hoy en día, la exclusión migratoria forzosa complementa el acto recurrente del sacrificio. Queda sin mención si los surcos de todo tatuaje —contando el nombre-de-la-madre u ombligo original—, no representan también las heridas que florecen y fructifican hacia una nueva identidad desgarrada desde su enlace primordial. 

A continuación, se comenta cada una de esas secciones y la conclusión sintetiza el enlace de esos tópicos centrales.

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El primer tomo del poemario «Ambrosía para Dioses» se intitula «Sujsul weli iwan inejnelwat pal ne takamet pal sukit (Heroicas rizomas de los guerreros de barro)». Se compone de once (11) poemas de carácter indigenista. Sin proseguir un trayecto lineal, de norte a sur, rastrea varias luchas indígenas contra la colonización europea, al igual que la resistencia afrodescendiente.  Si este mes de septiembre de 2021 (2023) se conmemora el Bicentenario de la independencia, parecería que Viana desplaza esa celebración hacia el recuerdo de otras figuras insignes.  Olvidadas unas —otras en el recuerdo de la agenda nacionalista—, su evocación entona un réquiem coral entre los «hombres (takamet)» de distintas regiones. Acaso una traducción más literal acentuaría el propósito de su po-Ética.

«Mucho es-posible con las raíces de los hombres de barro (mucho es-posible, es-compañía son-sus-raíces de los hombres de barro)».  Hombre y mujeres —unidos por la guerra—, defienden su territorio ancestral el cual equivale a su propio cuerpo vivo.  No importa que acaben «mermados».  Otros terminan heridos. Los miembros desmenuzados se esparcen como gotas de lluvia sobre la tierra que humedecen. Interesa que del riego vital el terruño fructifique. Por esta fertilidad, la temática de la guerra se esparce como los huesos desgajados, aún envueltos de molicie. Sus surcos en flor (Anthos) semejan «pechos agrietados».  Incuban el «trigo» en sus «entrañas».  El retoño de las plantas no olvida el «ovario» del cual brota. Ni desdeña las vísceras que abonan los pétalos desmembrados, antes del cogollo. Siempre fluyen y «se elevan en río» de lágrimas hacia la nube.  Ni el incendio amedrenta la población de esas regiones. La ceniza abona el terruño como las «luciérnagas» iluminan la noche. «Sin vista», tampoco temen que los «cuervos» les «piquen el rostro», la superficie de la tierra.

Por experiencia, co-nocen (-ix-mati) que en náhuat la semilla (-ix; sea/seya, en lenca) es sinónima del ojo (-ix; sap en lenca). Contempla el mundo cada mes de mayo, gracias al tallo que renace de su deshecho. Durante este retorno, la herencia no olvida el tatuaje en cruz que promete la resurrección.  En sus cuatro extremos, se funden los puntos cardinales, las estaciones y su destino sacrificial. Tal es el dictado de los astros.  Por esta amalgama, ya no solo el mundo se levanta sobre la tierra florida. También, durante el reposo asoleado del verano reseco, el ojo-semilla «se clava en la pradera».  En el útero de la Tierra materna, trama una nueva po-Ética. Se trata de una sola de tantas raíces en «rizomas» (inejnelwat; wapala en lenca) que inventa utopías posibles (weli).  «Encumbrado en la cruz», sembrado como surco, Viana anhela resucitar a quien sufre esa escisión que saja el cuerpo y el terruño.  A la dificultad por arraigarse en una Tierra Prometida, se añade la conquista.  Un enfoque bíblico resuelve el paso de ese éxodo inicial a la crucifixión.  La «busca de la tiara» concluye «encumbrado en la cruz».

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El segundo tomo se intitula «Anamerike [En la cumbre está el reino]», compuesto de nueve (9) poemas largos.  La temática central narra la prolongada defensa de las tierras indígenas contra la invasión de los españoles, primero, los terratenientes, en seguida, y la intervención estadounidense que remata esa lucha cíclica de custodia del terruño. El ideal poético continúa el diseño de una cronología que, sin ascenso preciso hacia un futuro promisorio, se mueve en ciclos constantes de lucha por defender la comarca ancestral. Al sacrificio del «héroe inmaculado» le sucede el rescate de su cuerpo y sangre en ofrenda terrena.  Este giro perpetuo lo encarnan las figuras indígenas que la historia reconoce por su lucha contra la conquista. Lo simboliza Tecún Umán en Guatemala; en El Salvador, lo personifica Atonal y en Honduras, Lempaera.  Ellos reproducen la «gloria» guerrera que culmina en el «mal sacrificado» o en el «zar sacrificado». En un salto temporal, este ciclo bélico de tutela lo reproduce Anastasio Aquino, en el siglo XIX, Prudencia Ayala en el desdén letrado célebre del siglo XX, al igual que Feliciano Ama en 1932.  Por último, Sandino insiste en la condición cíclica de todo ideal «redentor».  No en vano, hacia él se proyecta el sacrificio de Cristo.  Sea que Feliciano Ama luche contra «los terratenientes» o Sandino contra «los marines yanquis», la temática cristiana se vuelca hacia esas figuras que reencarnan la crucifixión, percibida como revolución sinódica de lo social. 

Si la historia suele calificar de «mito» a esa fusión del «hecho» sublime con la gloria nacional, es porque olvida la unión de los opuestos complementarios, como el día y la noche.  En este caso, sin co-Nocer (gnoscere-con) directamente el pasado extinto, la episteme vincula el saber al creer en desafío de quiénes «lo saben pero no lo creen», esto es, la paradoja de saber sin creer, viceversa, «lo creen pero no lo saben».  Por tratarse de figuras difuntas insignes tampoco «las conocen».  Tal es el dilema que la poética le plantea a la historia, sea oficial o crítica.  Se trata del trío saber-conocer-creer —-mati, «saber», -ix-mati, «saber visual», -yul-mati, «saber cordial»—, que enmarca toda recolección (Logos, Tapixca) del pasado y del presente, en su proyecto por-venir.  Sin la gnosis-conjunta/co-Nocer de «la Muerte que lleva en sí», Viana establece un enlace indisoluble entre el saber y la creencia. Salvo que lo más profundo del Yo (Self) entierre a todas las figuras legendarias que se mencionan.  «Yo llevo en mí mismo la Muerte del Otro». 

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El tercer tomo se intitula «Entre legumbres, mazorcas y calabazas», compuesto de cinco (5) poemas breves. Inicia con una loa gloriosa a la patria y termina con la triste realidad laboral y de género.  Parecería que los símbolos emblemáticos del país —el ave Torogoz y el árbol Maquilishuat—, no solo cantan y florecen.  A la vez, esa esperanza evoca las masacres que, como el giro de los astros, se repiten de 1932 a El Mozote.  Quizás siguen reencarnadas en el trabajo diario de los peones.  Así lo testifica Prudencio quien debe escapar de la guardia por «robar camotes». Salta cerros en huida y su cuerpo desgajado reencarna a la antigua divinidad Xipe Tótec, que despellejada evoca la siembra.  La plantación no solo retoña luego de la roza, sino también aflora por el trabajo del peón, quien acaba tasajeado igual que el Dios de cuyo cuerpo brotan los vegetales.  Mientras «Las picaflor» percibe el coqueteo femenino en su deseo de ascenso social, el tomo concluye con un tema tabú para la historia social, reiterado en la literatura regionalista: «el derecho de pernada» y la disputa viril por poseer a una mujer de rango inferior y de etnia distinta: «la indita».  Bajo este rubro, la lucha por la tierra coincide con una temática que defiende el derecho de autonomía femenino. 

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Si existe un hilo conductor de los tres tomos, esta trama poética enlaza la defensa del territorio indígena ancestral a una concepción crística, bélica y cíclica.  En la continua lucha por defender y luego recuperar las tierras ancestrales, la figura del Redentor adquiere un carácter sinódico.  Al igual que los astros giran según su propio período anual, la historia social repite las estaciones del xuupan y del tuunalku.  El verdor de la lluvia y la resequedad del sol se suceden en un espiral sinfín.  Como la semilla (-ix) en la siembra —irrigada por el temporal—, la cara-ojo (-ix) del sacrificio germina en la esperanza de floración (Anthos), hasta decaer de nuevo en el otoño opaco. 

Al final de la cosecha, ocurren la tapixca y la siega que vuelcan el verdor y el fruto en ofrenda sacrificial. Bajo esta perspectiva cíclica del acontecer, la historia humana prosigue el dictado de lo natural. La revolución social se dota de un atributo tan recurrente como la ley que rige los astros.  Aun si surgen nuevas figuras, su anhelo liberador encarna el destino sacrificial del Redentor. No habría un sacrificio único en la Cruz, proseguido por la Resurrección. Ni existe un solo ascenso del Redentor hacia la utopía celeste. En cambio, irresuelta siempre en el reino político de este mundo, a cada ciclo histórico le corresponde quizás desmembrar de nuevo a su posible Libertador(a).  En seguida, su sangre y su cuerpo se entierran/siembran (tuuka; lat’u/isa en lenca) para producir otra cosecha, otras raíces literarias de lo posible. 

Por el sino sacrificial, la revolución social aplica a la letra la infalible regla del eterno retorno de lo mismo. La revolución sinódica de los astros rige la historia política. Tal vez la exclusión migratoria forzada —ante el despojo y la carencia de trabajo— se perciba hoy como el mayor logro del avance técnico, en remplazo de la violencia sacrificial.  Como se insinuó al inicio, queda sin mención si los surcos de todo tatuaje —contando el nombre-de-la-madre u ombligo original— no representan también las heridas que florecen y fructifican hacia una nueva identidad desgarrada desde su acto fundador.  Réplica de una cueva natal (xikti; k’ul en lenca) al centro corporal —hendidura en el vientre— las cicatrices y grabados recorren la piel, hasta convertirla en un archivo bibliotecario de la vida misma. 

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