Óscar Picardo
Salvados…
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Diversas religiones incorporan en su doctrina los conceptos de: salvación, vida después de la muerte, paraíso, cielo, infierno, purgatorio, limbo y otras acepciones que intentan extender la vida terrena como una consecuencia obvia del comportamiento terrenal.
Uno de los fundamentos más potentes es el texto de la promesa al ladrón convertido, Lucas 23:42-43: “Y dijo a Jesús: Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino. Entonces Jesús le dijo: De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso”. A la base hay otros textos que refuerzan esta idea de salvación, por ejemplo Marcos 16,16: “El que creyere y fuera bautizado será salvo; más el que no creyere, será condenado”.
El concepto de salvación, como liberación, protección del alma o como gracia divina, aparece en el cristianismo, catolicismo, judaísmo e islamismo; y junto con él, se establecen otros elementos fundamentales diversificados en cada credo: juicio, pecado original, reino, expiación, resucitar, etcétera.
Obviamente, uno de los fundamentos de las religiones es la soteriología, rama de la teología que explica los mecanismos de salvación y sucesos que se desarrollarían al final de los tiempos. Aquí también aparecen los textos apocalípticos o revelaciones simbólicas finales.
Quizá para entender todo este caudal de información es importante remitirnos a la “alegoría del carro alado” de Platón, quien en su diálogo Fedro (sección 246a-254e) explica su visión del alma humana y el afán humano por el conocimiento del ser y la verdad. El conductor (la razón y el intelecto) del carro dirige un par de caballos, uno de los cuales es bueno, virtuoso que busca la iluminación, pero el otro es inmoral y perverso y busca lo terrenal.
Esta visión dicotómica del ser humano -alma y cuerpo- aparece con fuerza en el pensamiento agustiniano y más tarde en toda la tradición cristiana: El alma que busca a dios –pneuma– está atrapada en un cuerpo –sarx-; el pecado o el mal es la lucha entre cuerpo y alma; el mal es ausencia de bien, es una opción por factores terrenales frente a los celestiales.
Muchos creyentes se preguntaron: Si dios es omnisapiente y omnipotente ¿por qué permitió el mal?; Agustín de Hipona y muchos otros teólogos buscaron exculpar a dios y crearon un concepto perplejo: el pecado original ocasionado por el libre albedrío, y heredado de generación en generación por la concupiscencia.
Todo estaba bien hasta que aparece un nuevo problema: La inmaculada concepción de la madre de Jesús, quién por su condición estaba libre del pecado original, y por ende -dentro de la teología dogmática católica- no sufriría una de las principales consecuencias del pecado original: La muerte. Jesús había resucitado y su cuerpo se transformó en una esencia “gloriosa”, pero su madre al no morir mantenía su esencia humana. En su momento la iglesia intentó resolver este dilema con algunos recursos dogmáticos, primero la “Dormitio”, luego en 1950 la “asunción en cuerpo y alma”; algo que riñe con todos los elementos que acercaban fe y razón o ciencia y fe…
Con Lutero, y sus 95 tesis de Wittenberg, se abrió un nuevo debate salvífico: ¿Es la salvación sólo por fe, o por fe y obras?. El nuevo movimiento protestante propuso tres criterios o signos salvíficos para identificar a los salvados desde la predestinación: prosperidad, salud y crecimiento eclesial. Desde este punto de partida comenzaron a desarrollarse dos caminos teológicos: la providencia católica y la predestinación luterana.
Si examinamos a los países de tradición luterana o calvinista rigurosa encontraremos que casi no hay pobreza, ya que se educan en la prosperidad y el bienestar para demostrar que serán salvos; en cambio, en los países de tradición católica se valora más la pobreza (Civilización de la Pobreza) y se confía en la justicia del Reino de los Cielos, en un momento escatológico. Así la relación entre macroeconomía y religión… Es real, compare la Alemania luterana o la Suiza Calvinista, con los países católicos o PIGS (Portugal, Italia, Grecia y España).
La mayoría de creyentes posee esa lógica exótica que habrá vida después de la muerte; es una esperanza y una especie de psicotrópico para sobrellevar todos los absurdos de la vida terrena. Pero resulta difícil imaginar un “Juicio Final”, en dónde deberían compadecer miles de millones de seres humanos, y más difícil resulta creer que cada uno posee un expediente con todos sus pecados, arrepentimientos, omisiones y comisiones.
Por muchos años imperó un dogma muy fuerte e injusto a partir de las ideas de Cipriano de Cartago (s. III) que posteriormente se formalizaría con el Concilio de Letrán (1215) y luego con el Papa Bonifacio VIII (1302) a través de la bula “Unam Sanctam”: “Extra Ecclesiam Nulla Salus” (Fuera de la iglesia no hay salvación); y muchos se cuestionaban: ¿Qué sucede con los autóctonos que murieron antes de que llegara la iglesia?, ¿qué sucede con aquellas naciones con otras creencias primitivas o con culturas distintas a las occidentales? El Concilio Vaticano II a través de la Constitución Dogmática Lumen Gentium suavizó la dogmática: “no podrían salvarse quienes, sabiendo que la Iglesia católica fue instituida por Jesucristo como necesaria, rehusaran entrar o no quisieran permanecer en ella”.
Las preocupaciones sobre la salvación aparecen en momentos cercanos a la muerte. La gente suele vivir como si no se fuera a morir y por ende no les preocupa mucho esto de la vida después de la muerte; obviamente hay excepciones, en teoría los consagrados, religiosos (as), practicantes, viven para la salvación, pensando y actuando para una vida posterior. Unos en Semana Santa van a la iglesia y otros a la playa, más claro no canta un gallo…
Cada quién podrá reflexionar sobre este tema, investigar o estudiar sobre el sentido de la vida, de la muerte y sobre la vida después de la muerte. Como diría Sigmund Freud: “Si quieres soportar la vida, prepárate para la muerte”, porque la muerte es el último viaje incierto, y seguro no nos llevaremos nada de este mundo y sólo quedará un recuerdo ético o perverso en la mente de pocos o muchos; luego tu religión te dará esperanza o terror.
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