Número ISSN |
 2706-5421

Mujeres poetas en El Salvador
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Rafael Lara-Martínez

Professor Emeritus, New Mexico Tech
rafael.laramartinez@nmt.edu
Desde Comala siempre…

Sensibilidad poética femenina. Del género a la etnia

I. Del género

Al revisar los tres tomos de «Guirnalda salvadoreña» (Román Mayorga Rivas (Ed.), 1884—1886, reedición: 1977), resalta la disparidad entre el número de hombres y mujeres.  De los cuarenta poetas reseñados solo cuatro son mujeres, un diez por ciento. Tan baja cifra representativa la explica “el criminal descuido […] para elevar a la altura [a la] compañera del hombre” quien “se ha visto obligada a permanecer en la inacción, sin brillar en las regiones de la inteligencia” (Mayorga Rivas). 

Por ese retraso educativo, las poetas reseñadas —Luz Arrué de Miranda (1852-1932), Antonia Galindo (1858-1893), Ana Dolores Arias (1859-1888) y Jesús López (1848-…), debo su inclusión al envío (2023) de Carmen González Huguet de este ensayo olvidado (2000) – «Jesús López, primera poetisa salvadoreña»— ejercen respectivamente la profesión de “ángel de un dichoso y tranquilo hogar”, “cuidados del hogar paterno” y “joven virtuosa que con su trabajo ha sostenido a su buena madre [por] las labores propias de la educación”.  Si el primer par ejemplifica el confinamiento femenino tradicional, la tercera ilustra la salida tímida hacia la docencia elemental.  No se comenta la poesía de López a quien González Huguet la nombra «la primera poetisa salvadoreña». A ella le delego todo comentario, en contrapunto coral a este ensayo.  El editor juzga que “la sensibilidad más esquisita (exquisita) ——[como] valiosa prenda del corazón de la mujer— [la] convierte en el ángel del hogar y la providencia de los que sufren”.  La defensa de la educación femenina se corresponde a su vocación “natural” de ama de casa y una apología de su amargura.

En este marco estrecho—hogar y desdicha— nos preocupa indagar en qué medida existe una sensibilidad poética femenina.  No interrogamos su “virtuosismo”, la neta adhesión a un “pleno fervor romántico”, “el sentimiento [que] se orienta hacia valores universales y hasta cósmicos”, etc.  Todos estos “diapasones armoniosos” no rebasan la caracterización formal, o al aproximarse al contenido poético en sí lo diluyen en una temática “reflexiva” tan general que evaden comentar lo propiamente femenino.  Sucede como si el varón en su apertura hacia lo político, militar y social —la mujer en su encierro hogareño e incipiente educación— refiriesen temas semejantes. 

La diversidad de ámbitos existenciales no parecería afectar el discurso poético de géneros contrapuestos en su quehacer laboral cotidiano.  Más que vivencia, la poesía sellaría simples referencias letradas vacuas —retórica libresca— en las que “las incorrecciones” métricas suplantan toda usanza diaria.  Sin embargo, la más sencilla lectura de los títulos asienta que la evocación de próceres difuntos y de poemas “en un álbum” a señoritas ilustres —presentes en todo poeta de renombre— se corresponden a su ausencia en la poesía femenina.  Si la gloria política, militar y profesional —junto al hecho de “ver mujeres (voyeurisme)” y cantar su hermosura— define una sensibilidad poética masculina, nos preguntamos cuál sería la tópica que delimita otra distinta de carácter femenino.  ¿Acaso ellas se dedican a «vigiar hombres»?

Si alguna temática unifica la sensibilidad poética de la mujer, se trata de su consonancia primigenia con la naturaleza. El relato de vivencias infantiles paradisíacas se degrada en una vida adulta colmada por la muerte de allegadas y la miseria de contemplar todas las esperanzas pretéritas truncadas. El mundo femenino evoca la manera en que una niñez llena de ilusiones se evapora para acabar en la desgracia y, más trágicamente, en el suicidio. Este sincero sentimiento de género testimonia la falta de apertura y alternativas sociales que se le deparan a la mujer que anhela desarrollar una vocación intelectual fuera del claustro hogareño. Lo viril, por su parte, adula a señoritas ilustres en sus álbumes —se complace en “ver mujeres (voyeurisme)”— y recuerda la gesta heroica de próceres inmortales fallecidos, todos hombres. 

Salvo el poema “A él (Imitación de Hoyos)” de Arrué de Miranda —“tu amor es la ilusión grata”— ningún otro verso concibe la relación de pareja como satisfactoria y gozosa.  En cambio, de afirmar su osadía radical, la misma poeta describe que socialmente a la fémina se le depara el suicidio.

“No, que es el eco de alma enamorada

De casta virgen que sus penas llora,

Y por pasión funesta combatida

Busca la muerte”  (Arrué de Miranda).

En estos versos no subrayamos la formalidad métrica —acertada o fallida— insistimos en el límite mortuorio como desenlace al encierro doméstico femenino.  Ni siquiera el idílico amor poético de Arias —el malogrado Rafael Cabrera (1860-1885)— se atreve a inquirir el suicidio al borde de su quebranto físico y emocional.  “No tengo esperanza de llegar a viejo; cada día siento que mis pulmones se marchitan más y que las fuerzas hasta en lo moral, me van dejando […] mi suerte se ha propuesto ser infame hasta el fin y yo la dejo hacer”. El mismo ejemplifica a hombres que no alcanzan honores militares ni políticos, pero imaginan su fracaso de manera asaz masculina. Le declara el amor a la Luna —quien le reitera «murmurando: “poeta, yo te quiero”»— y sus “lágrimas” las “deja [esparcidas en] el mago harem [en que] se quejan”.  Donde sin ninguna duda la Luna representa el ciclo menstrual femenino, es decir, la mujer. 

El itinerario del “eterno femenino” se inicia en la armonía sinfónica que existe entre ella y el ambiente natural.  Le corresponde a Galindo manifestar esta concordancia con mayor profundidad.  La poeta apela a una teoría filosófica de reflejos especulares o mundos paralelos.  Estos universos irradian “ondas [concéntricas] del claro río” desde un núcleo divino original —atraviesan la naturaleza y el alma humana— hasta “que dulcemente van a morir en” el poema.

Su poética desglosa una cadena imitativa según el cuadrivio Dios-naturaleza-alma-poesía.  Este ciclo mimético intuye un designio divino.  Al volcarse hacia lo natural culmina en el obrar humano fatídico —reclusión de la fémina— como reflejo social de una ley universal irrevocable.  La poeta sucumbe ante la fatalidad adulta, ya que su destello anímico calca un sino natural.  A su vez, copia un desastre cósmico y divino.  La desgracia celestial marcaría el sitio social del poema femenino, sin posibilidad de redención terrestre más allá de su encierro.  Acaso la disparidad entre los géneros refleje propósitos omnipotentes y universales.  Quizás.  Al menos, así parecen percibirse y encarnarse. 

“Y allá de noche, en solitario asilo,              Y ver como fantásticas visiones

A la luz apacible de la luna,                          Deslizarse las horas del pasado,

Sentir que late el corazón tranquilo              Acariciar las muertas ilusiones

Y el humo que designa la cabaña                  Y enjugar nuestro llanto derramado. 

Naturaleza hermosa yo te admiro,

Tú eres de Dios reverberante espejo,

A Dios adoro cuando yo te miro,

Que es tu belleza del creador reflejo”. 

(Galindo)

De concebir el acuerdo primigenio —naturaleza-mujer— como infancia de la fémina, se equipararía la experiencia de las otras poetas reseñadas a la de Galindo.  Parece un convenio tácito decimonónico vivir la niñez como único período en el cual la mujer logra colmar sus ilusiones.  Luego, con la adolescencia y madurez, la mujer se absorbe en un estado de postración irremediable.  Sus ánimos flaquean y toda esperanza juvenil se disipa en desamparo.  La escritora madura que refiere la vida pasada se halla al borde de la inanición.   

“Siempre en mi mente vivirá grabada                       “¡Pobre Isabel!  En su nublada frente

La memoria terrible de aquel día,                 Vagan las nieblas del dolor sombrías;

Cuando inocente y cándida vivía                  Huyó del alma la ilusión ferviente

Fui del hogar paterno arrebataba.                  Y es hoy sepulcro de cenizas frías”.             

Hoy triste canto al son de mi arpa de oro”.                                                  (Galindo)

(Arrué de Miranda)

Lo efímero de la existencia, el tiempo que pasa y no se recobra, la inevitable mortalidad, la fugacidad de la vida y lo pasajero del amor —“¿en dónde podré encontrar el amor puro y ardiente de aquella edad inocente?”— el sino doméstico de la dama, ofrecen una misma tópica femenina que se narra bajo la óptica de la brevedad de la infancia.  Con lo pueril, caduca la energía misma de la mujer.  “¡Todo, amigas, todo huyó!”. 

“Mis primeras ilusiones                                “¡Oh cuán dulce es recordar

Fueron purísimas flores                                 Nuestra infancia candorosa,

De unas mágicas praderas,                            Que se ausentó presurosa

Que las tempestades fieras                                       Y que jamás volverá!

No turban con sus rigores”.                           Edad en que sonreímos

                                                                       Sin saber que lloraremos

                                                                       Que sonrisas devolvemos

                                                                       A quien placeres nos da!”.  (Arias)

Ante la desesperanza y el decaimiento adultos, la hora privilegiada de la reflexión femenina la cifra el ocaso.  En ese instante lúgubre, la poeta contrasta la oscura actualidad de la razón con la luminiscencia de la infancia revocada.  El ayer y el hoy se oponen como “el paraíso de la vida” primigenia a lo que “languidece, ni glorias ni aventuras apetece” (Arias).  O bien, el pretérito infantil y el presente adulto son “celestes sueños que acariciaron tu florida edad [pero] pasaron bellos, plácidos, risueños dejando al alma negra realidad […] que furibundo el huracán tronchó” (Galindo).

“Adiós, ¡oh tarde!  Tú, la que mueres                       “Es de la tarde el postrimer momento

Cual la esperanza del corazón,                      Gimen las aves y suspira el viento,

Como un recuerdo que se disipa,                              La noche empieza ya;

Cual se marchita casta ilusión”.                    Es la hora en que mi espíritu agobiado

(Galindo)                                                                   Por los gratos recuerdos del pasado

                                                                                   Languideciendo va”.  (Arias)

Que el mismo crepúsculo —“yo busco los rumores de la tarde”— se tiñe de erotismo viril al observarlo un hombre, lo confirma el desafortunado amor poético de Arias.  La presunta neutralidad universal del ocaso la tiñen referencias directas al placer varonil tales como “amante afortunado” y el anhelo que la luna lo seduzca «diciéndome “te quiero”».  El dolor masculino —“color del vacío”— se resuelve en la “nostalgia de la ausencia” por una amada “sumisa” quien es “crepúsculo y aurora”.

“Dejé en el alma incógnita ambrosía            “Y frente a mí… del carcomido templo

De aquel amante afortunado, y luego                       La pintoresca mole se levanta,

Las vaporosas formas de la bella                  Donde oraron los padres de mis padres

Se entremezcla al son de los arpegios”.        Ante el altar del tiempo de la España”.

“¿Quién es mi blanca virgen?  ¿En dónde está mi amada?

Sé que fuiste capaz de amarme mucho

Con la pasión sumisa de la esclava”.  (Cabrera; recuérdese a Vicente Acosta («Poesía (1867-1907)».  San Salvador: DPI,  2013: 102), celebrado incluso en el siglo XXI, quien acusa a la mujer de “¡pobre histérica!” que “se desespera y se retuerce hambrienta”).

II. La «primera poeta»

Como se mencionó al inicio, el ensayo no comenta a la cuarta poeta —Jesús López— en quien González Huguet percibe el despegue poético femenino en el país («Jesús López, la primera poetisa salvadoreña», 1999).  De esta manera, González Huguet certifica cómo se inventa un canon literario monolingüe.  No solo demuestra que el formato de sus dos poemas «A una rosa» y «Salve a María Santísima» prosigue una «forma estrófica» castellana clásica y en boga, «durante el siglo XIX».  La lectura determinaría si el transcurso de «la rosa» —de «los colores» hacia lo «triste y penoso»— expresa el destino de la mujer en una sociedad masculina dominante. O simplemente reitera un tema recurrente sobre lo efímero de la vida que se proyecta hacia la flor (Anthos).  También, el calificativo de «primera» certifica que uno de los temas más repetidos de la historiografía salvadoreña —la eliminación de los idiomas ancestrales en 1932— ya lo vaticina la conformación de un canon literario castellano-céntrico desde el siglo XIX. Sea masculino o femenino, la recolección (Logos) de la mito-poética indígena se halla fuera de la agenda literaria nacional, desde su acto fundacional, esto es, el 32 sucede antes de su acontecimiento corporal trágico.  El lengüicidio literario predice el etnocidio.  En breve, González Huguet demuestra que el despegue de la poética femenina salvadoreña recicla la métrica castellana —la temática quizás.  Pero a esa continuación se le llama «independencia», «liberación» y «descolonización». 

III.  Escuela y etnia

Por último, unificamos la sensibilidad poética femenina por un descenso ad inferos que de la gloriosa infancia conduce a la vida adulta.  Lo que fuese gozo por la recolección sensitiva del mundo —“se exhalan vagos aromas i verdes lomas hacen la dicha sentir” (Galindo)— “ilusiones de niña, encanto y belleza [de] edad venturosa” (Arias), se desvanece en “atardecer” maduro.  A esa hora clave no sólo el día “declina”.  En reflejo condicionado a lo natural —imagen de lo divino— el alma de la poeta decreta el fin de toda ilusión.  El desaliento refiere la “existencia sombría” (Galindo), el “desaparecer del dulce encanto” (Arias) y la “vida imposible [que obliga a] doblegarse al cruel destino” (Arrué de Miranda). 

Si este triple desengaño expone experiencias universales —ontología existencial de todo humano adulto— o condicionamientos sociales del claustro hogareño es una controversia a iniciar por la crítica y la historiografía salvadoreñas.  No en vano, desde el inicio, la tesis «El debate sobre la educación femenina… 1871-1889» (UCA, 2012) de Olga Vásquez Monzón plantea el enlace entre la «educación femenina» y las «discusiones…en el mundo occidental», así como unifica «el concepto de civilización» con «homogeneizar, unificar y nivelar» la diferencia (76).  Por ello, «el aborigen y la mujer» se equiparan en su «naturaleza irracional y primitiva» (77).  Pero como ella misma lo anticipa, al citar «Siddharta» (1922) de Herman Hesse, quien «busca» solo halla «lo que busca» según un «objetivo» único, sin percatarse de los otros eventos simultáneos a su alrededor (19). 

Si la transformación de la mujer solo sucede gracias a «la recepción de las ideas de modernidad y la ilustración» (89), falta la arista étnica y lingüística —»el/la aborigen»— que completa esa «evolución», hacia finales del siglo XIX.  Se trataría del preludio acallado que el «liberalismo radical» le ofrece a 1932, ante la doble ausencia de las lenguas maternas y de las tierras comunales.  Peor aún, el obstáculo a la civilización lo redoblaría «la mujer aborigen» quien salvaguarda la lengua materna. Su derecho al habla queda prohibido hasta el presente, salvo por breves atisbos de las nantzin náhuat, mientras los demás idiomas ancestrales adrede los acalla la memoria histórica, por axioma fundacional de la república «descolonizada». 

En verdad, queda pendiente iniciar otra discusión sobre el silencio permanente de los estudios culturales y de la historiografía del mismo rubro.  Desde que reemplazan la crítica literaria, hacia la década de los sesenta del siglo XX, jamás cuestionan la larga dimensión del monolingüismo letrado salvadoreño. Ni interrogan la coincidencia —en absoluto fortuita— entre el auge de un canon literario monolingüe, el «parte aguas…sobre la educación salvadoreña» en «1880», «sin correlato en lo cotidiano» (Vásquez Monzón, 160 y 229),  y la Ley de Extinción de Ejidos (1882).  Hay temor a reconocer que el «indigenismo salvadoreño» ofrece una «verdad en pintura», es decir, una «verdad» que «miente».  Miente el (ab)uso nacionalista de figuras ancestrales sin idiomas ni tierras comunales, cuyos hablantes no dialogan con la actualidad. 

Tal exclusión sería un decreto fundacional de la república independiente, descolonizada y liberada hasta 2023.  No extraña que las figuras claves del indigenismo salvadoreño ignoren la composición interna de la familia maya —con unas treintaiún (31) lenguas, solo dos (2) aplican a su arraigo en el país— la amplia distribución de la familia yuto-nahua —desde Utah, EE. UU. hasta Nicaragua— el legado de Managuara y la diversidad lenca, así como el idioma xinca aislado.  En anticipo de la reducción actual de los municipios, se pretende que una sola región náhuat —Cuzcatlán; Kuxkatan— nombra la totalidad de las comarcas salvadoreñas. 

Vásquez Monzón refrenda que solo «la historia del pensamiento occidental» (300) enseña que «los gobiernos del liberalismo radical…favorecen…la autonomía de conciencia» (305), bajo el silencio de la «barbarie» que implicaría reconocer la diferencia lingüística regional de las etnias desterradas en sus tierras comunales.  El cuarteto liberal señala cómo su «radicalismo» escolar —apertura hacia la mujer— se acompaña de un canon literario monolingüe estricto, del fin de las tierras comunales y la exclusión de toda mito-poética en los idiomas ancestrales.  Solo el diseño analítico de las ciencias sociales obliga a separar la teoría de género, aplicada a la escuela, de los estudios culturales o literarios castellano-céntricos y de la política de privatización de las tierras comunales, sin una huella de los avances en la lingüística mesoamericana.  Según lo predice la prosa de Rosario Castellanos («Poesía no eres tú», FCE, 1972: 243), en réplica de Saint John Perse, ese reparto de disciplinas y temáticas lo dictan «los oficiales del puerto» y «los reglamentos del éxodo»: escuela y género-literatura monolingüe-lingüística/mito-poética mesoamericana-tierras comunales/privadas, es decir, cultura-lengua-tierra. 

*****

PD.: le agradezco a Carmen González Huguet el envío de este ensayo extraviado desde inicios del siglo XXI, cuando mis ideas aún no surgían de una cima corporal descabellada, es decir, desforestada por el cambio climático. Por este vaivén pasado y presente, su ensayo y el mío deben leerse en sinfonía coral. Como lo demuestra «Escritoras canónicas y no canónicas de El Salvador» (ULES, 2014) de González Huguet, en más de un siglo, las mujeres del canon solo alcanzan un veinte por ciento del total, es decir, se necesitarían cinco siglos para lograr una paridad estadística.  Pregúntenselo a Beatriz…

«I’m…feelling ‘bout half past dead» with «the load right on me», but «Carmen…»says my friend (the rock) can stick around»». (The Band, 1968)

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