Carlos Cañas Dinarte
Una historia para cachiporristas
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Hace algunas décadas, tratadistas de la historia como el sacerdote Teilhard de Chardin y Arnold Toynbee planteaban que la historia era la reunión del Alfa con el Omega o que era una figura espiral, en la que los acontecimientos tendían a repetirse de manera cíclica, pero con algunas variantes. De entonces para acá, ha corrido bastante pensamiento, por fortuna, en especial en cuanto a la forja de herramientas de análisis en áreas críticas como los estudios poscoloniales, enfoques decoloniales, historia global, etc. La teleología en historia ahora es sólo una parte de la historia y la discusión entre la profesionalidad y la objetividad también han tenido enormes avances.
En el caso de El Salvador, el ambiente académico ha logrado mucho en ambos sentidos en las ultimas dos décadas. Sin embargo, esas líneas de pensamiento y trabajo poco han calado en las manifestaciones públicas destinadas a la sociedad. Sin ningún tapujo, hay que decir que se ha fallado muchísimo en las formas y maneras de hacer difusión de esos trabajos cuestionadores en medios de comunicación, sistema escolar, iglesias, museos, centros culturales y otras formas de expresión de la cultura, como las redes sociales mismas.
En el país aún conservamos museos de primera generación, donde predomina una narrativa institucional única de la historia, sin ninguna posibilidad de duda o sospecha. Las exhibiciones permanentes y temporales de esos museos también son reflejo de esa narrativa causal y teleológica que aún persiste.
También ha faltado trabajo en el desarrollo permanente de trabajos de graduación que se pongan objetivos en cuanto a la generación de nuevos conocimientos a partir de fuentes poco o nada exploradas. Eso implica la revisión digital o tradicional de archivos en otros países. La historia de El Salvador no se refleja sólo en los archivos existentes dentro del ámbito nacional, sino también las que se encuentra fuera de nuestras fronteras. Pero no basta con tener acceso digital a esas fuentes, sino que es fundamental saberlas escudriñar, interpretar y usar para dar más luz en el conocimiento de nuestro pasado. De lo contrario, se puede caer en equívocos y pensar que la mera repetición de términos latinos o en francés es una contribución a la historia nacional y creer que eso es “no ser oficialista”, cuando es todo lo contrario. La pedantería también resulta ser una piedra de tropiezo en los ámbitos del conocimiento. En especial, de aquel que tiene pretensiones de ser innovador o liberador, no oficialista, etc.
En este año del bicentenario de la firma de las primeras dos actas de la independencia del Reino de Guatemala, es de rigor analizar a profundidad la situación existente en esa época para entender al Viejo Régimen colonialista e imperial, los afanes de los criollos y demás grupos subalternos por contar con una patria propia, las influencias políticas y culturales externas y muchos factores más que contribuyeron a ese proceso emancipador, insurreccional y de enfrentamiento entre diversas corrientes de pensamiento independentista. No hubo una sola forma de pensar al momento de suscribir esas actas, como tampoco la hubo durante la anexión al Imperio del Septentrión, a la fundación de las Provincias Unidas del Centro de América y al establecimiento del Estado de El Salvador con su primera Constitución, Asamblea y los otros poderes políticos esenciales en la visión de los más altos conocedores del desarrollo político francés, anglosajón y estadounidense.
Ese proceso fue lento y doloroso. Longue durée, para estar a tono con algunos interlocutores. Demoró más de medio siglo antes y media centuria después de 1821. Hubo avances casi tanto como retrocesos. Muchas personas apostaron sus vidas y propiedades por esa causa. La mayoría lo perdió todo. En la actualidad, los estudios genealógicos revelan la complicada maraña de familias que resultaron tras las independencias y las guerras posteriores. En la práctica, ninguna propiedad de los criollos permanece ahora en manos de sus descendientes.
Mientras en Estados Unidos se publican año con año enormes tomos dedicados a analizar -desde diversos ángulos- su proceso de independencia y las biografías de sus fundadores como estado–nación, en El Salvador aún dependemos de la visión de unos cuantos autores que escribieron hace un siglo, otros que cuestionaron a esos hace 70 años y unos pocos que despotricaron mucho, pero investigaron poco los archivos de ese período. Desde entonces, en nuestro imaginario del proceso independentista y sus consecuencias han predominado más el mito y la leyenda que la revisión académica exhaustiva. Otro fallo más en la divulgación histórica.
A partir de todo eso, en la década de 1990 hubo quienes se atrevieron a afirmar que en el país se gestaba la “segunda república”, porque las políticas públicas neoliberales echaban por tierra al pasado heredado. Ahora, otros funcionarios de turno ya hablan de otro infundio parecido. Cada régimen de turno tiene las voces que necesita, lo cual no constituye más que parte de la propaganda, pero no de la academia rigurosa y cuestionadora. Es temerario pensar que Francia hubiera gestado sus cinco repúblicas en cuestión de dos años o de cuatro horas continuas de sesiones legislativas, sin participación de sus intelectuales más serios y sin pasar por procesos profundos y verdaderamente transformadores.
Dos siglos después de aquellas firmas del 28 de agosto y 15 de septiembre de 1821, El Salvador y la región centroamericana no necesitan a más agoreros de la teleología, los que claman por la ruta social hacia los cielos perfectos de la mano de un profeta, mago o seudovidente. En el “reino de este mundo” hay suficiente trabajo que hacer como para perder más el tiempo en fábulas de oportunistas e invenciones de ocasión. La región centroamericana es frágil en sus vidas cotidianas, vulnerable en sus ambientes y retos frentes a epidemias y pandemias, débil en sus democracias e instituciones, etc. Pero es muy fuerte en sus posibilidades de torcer sus caminos hacia los autoritarismos, con toda la frustración y negación del futuro que eso implica.
Doscientos años después, lo que menos necesita la patria común es una narrativa impuesta e incuestionable, esa que pretende hacer creer a las mayorías que son gobierno, que controlan su destino y que debe empeñarse todo con tal de lograr la construcción de una nueva república.
En El Salvador somos herederos de una larga cultura del castigo y la represión. Los liderazgos autoritarios y mesiánicos resultan atractivos porque presentan componentes conocidos por las mayorías en cuanto a maltrato, abandono, falta de atención afectiva, imposiciones y demás restricciones a las acciones y pensamientos vinculados con la ciudadanía, la democracia y sus libertades vinculadas.
Las palabras confeccionadas por los hábiles artesanos del discurso oficialista y sus cachiporristas del momento sólo estimulan la vigencia de una narrativa histórica única, alejada de los documentos y del rigor académico. Por más debates que quieran desarrollar sin las debidas herramientas teóricas, sus alegatos vacíos sólo conducen a una evidente tergiversación hacia fines alejados del trabajo del investigador comprometido con el pasado, el pasado y el futuro de su patria.
Quienes propugnan por esas narrativas desviadas son los mismos que llevan décadas como funámbulos del poder y han saltado tantas veces de opciones políticas, supuestos exilios y cargos en la burocracia. Los mismos de siempre que ahora desean separarse de sus responsabilidades en la construcción de ese ente actual que llaman república, pero donde la res pública es cada vez más privada y alejada de las mayorías, en nombre de las cuales dicen gobernar.